La última batalla
Ester Torres Chiscano
Ganadora de la V edición
Ella siguió teniendo las pupilas dilatadas, como el día en que se conocieron. Durante años su olor a perfume y el sonido de sus tacones habían dejado el rastro de una mujer elegante, de paso firme y seguro. Pero en los últimos meses se habían acentuado las arrugas de su cara mientras el azul de sus ojos se volvía grisáceo, debido al cansancio.
Llevaba cincuenta años enamorada del mismo hombre. Desde su primera cita pactaron contemplar la vida desde la misma perspectiva, a pesar de los vaivenes que pudieran surgir. Y así fue, hasta que llegó la última cita. Una cita sin flores.
El alzheimer había hecho que su marido llevase ausente varios años, así como que los últimos meses los hubiera pasado postrado en cama. Estaba librando su última batalla.
Ella había cambiado el salón de su casa por el sillón de un hospital, que no es el mejor escenario para las despedidas. Estaba empeñada en llenar cada día de palabras encendidas y besos en sus manos. Aceptaba que la rutina de los últimos meses se hubiera reducido a estar amarrada a la cama en la que su marido agonizaba, en duermevela, pendiente del diagnóstico de los médicos y sin quitar ojo a cualquier movimiento.
Después de tantos años seguían juntos, con toda una historia sobre sus espaldas, con unos hijos maravillosos y un proyecto común que la enfermedad parecía empeñada en desdibujar.
Aquella tarde, cuando se marcharon las visitas no pudo contenerse y rompió a llorar. No había sido una mujer de lágrima fácil, pero decidió liberarlas. Los recuerdos se le amontonaron; se sentía triste, feliz y a la vez cansada. Aunque evitaba pensar cómo sería la vida sin él a su lado, no podía evitar imaginarse el último adiós. Quería llevarlo con paz, aunque sabía que le iba a costar. Ambos estaban preparados; a ella solo le quedaba esperar y seguir siendo su mejor y única compañera.
Se abrazó al silencio y, sin dejar de mirarlo, observó cómo su respiración se hacía cada vez más lenta. Le agarró la mano y, como había hecho otras veces, fue llenando la habitación de buenos recuerdos: su primera cita, la luna de miel, las travesuras de sus hijos… La voz se le terminó por quebrar. Sus palabras no encontraban respuesta, pero tenía la certeza de que él la escuchaba.
Las siguientes horas pasaron más lentas que de costumbre, hasta que él, sin que su mujer le soltara la mano, se marchó para seguir mirándola desde la eternidad.