El piano - Excelencia Literaria

El piano

Roberto Iannucci

Ganador de la XIII edición

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Había visto cómo los aviones se marchaban, dejando el cielo completamente despejado. En la ciudad reinaba un silencio frágil, como de cristal, que podía volver a romperse en cualquier momento. Las puertas de los sótanos, infalibles refugios antiaéreos, se comenzaron a abrir, dejando paso a los asustados vecinos que habían aguardado a que el bombardeo cesase.

Inés abandonó su refugio y observó el cielo, donde se fundían el rosa y el naranja mientras el sol nacía por el horizonte. Por contraste los edificios que aún se mantenían en pie, heridos por las bombas del ejército enemigo, mostraban una imagen de destrucción.

Tras llenarse los bolsillos de provisiones y analgésicos por si se encontraba algún herido, avanzó por la avenida principal. Había pensado en aquella expedición desde hacía tiempo, trazando planes de emergencia por si las cosas se complicaban y memorizando rutas alternativas en el caso de que se presentara algún contratiempo. Estaba decidida a asumir el riesgo, aunque tuviera pocas probabilidades de volver a casa.

Llegó al conservatorio sin haber tenido que hacer uso de su cuchillo de cocina para defenderse de las bandas de ladrones que rondaban la ciudad. Aquella construcción también había sufrido los estragos de los aviones y de los asaltos, pero no parecía que se fuera a desmoronar en cuanto pusiera un pie en su interior.

No recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que impartió clase en aquel lugar; durante las guerras el tiempo deja de importar. Aunque tenía la esperanza de descrubrir algo más que cristales rotos, polvo y ratas, las aulas se encontraban en un estado lamentable: las paredes caídas, el suelo sembrado de cascotes, los cuadros arrancados y en los armarios el hueco de los instrumentos que alguien había robado. Incluso se habían llevado las pizarras y los pupitres. A cada puerta que abría, más se le encogía el corazón. Le entraron ganas de salir corriendo para no volver.

Pero avanzó hasta la última de las estancias, la sala del piano. Sus puertas estaban entreabiertas. Se le entrecortó la respiración al empujarlas y el corazón le empezó a latir como un tambor, pues el piano seguía allí, dominando la sala circular desde el centro. Un rayo se colaba a través del tragaluz y caía sobre su tapa, confiriéndole un aspecto mágico.

 

Se acercó con la garganta seca. El piano estaba cubierto de una gruesa capa de polvo. Por lo demás, parecía intacto. Ni las bombas ni los ladrones lo habían mancillado. Era el mismo ante el que se sentaba a tocar antes de la guerra.

Acercó la banqueta, que estaba abandonada en un rincón, sacudió el almohadón y tomó asiento. Cuando encontró una postura adecuada, levantó la tapa y posó con delicadeza sus sucios dedos sobre el teclado. El contacto con las teclas de marfil le provocó un escalofrío. Se obligó a tomar aire y cerró los ojos.

Sus manos se deslizaron por la hilera blanca y negra, primero con la lentitud propia del primer momento, después a un ritmo vertiginoso. Aunque sus párpados seguían cerrados, su mente recreaba una imagen exacta del teclado: no le hacía falta ver para saber dónde colocar cada dedo.

Inés se dejó mecer por la música, que inundaba la desangelada habitación. Sus heridas interiores estaban recibiendo un bálsamo. Se olvidó de todo lo sufrido en los últimos meses, desde que cayeron las primeras bombas. Llegó a un lugar mejor, feliz, a un oasis de calma en medio del horror. La música le entregaba una dosis de esperanza para afrontar la terrible realidad.

En un instante la ciudad volvió a oscurecerse con las sombras que proyectaban los aviones. Sonó una sirena y la gente corrió de nuevo a los refugios. Cada bomba levantaba el asfalto y desmigaba los edificios. Pero Inés no huyó, ni intentó esconderse. Ni siquiera oyó el estruendo de las explosiones. La música se la había llevado de allí.

 

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