Distopia - Excelencia Literaria

Distopia

Isabel Muñoz

Ganadora de la XVII edición

www.excelencialiteraria.com

Vivo en un mundo extraño. Por lo menos, así lo califico. Cada día veo burros entrajetados, discutiendo sobre quién de ellos tiene más mugre atascada en las herraduras, o a quién prefieren acercarse las moscas o quién debería tener las riendas de oro y el establo cubierto de diamantes. Sin embargo, cuando los flashes de la atención recaen sobre cualquiera de ellos, es apreciable que están cubiertos de suciedad por vivir revolcándose en el barro de su ego.  Prefieren no reconocerlo, hacerse los ciegos y seguir aparentando un estilo decadente.

La calle está dominada por los chivos, los corderos y los terneros. Apenas les están saliendo los cuernos, deciden ejercer de animales a pesa de su temprana edad. Andan sobre las patas traseras y –hasta donde yo sé– nunca se miran los unos a los otros directamente a los ojos, sino mediante espejos colocados estratégicamente en el suelo. Tienen indicado (con colores resplandecientes y estrambóticas figuras) por dónde deben pisar sus pezuñas y por dónde no. No quieren salirse del camino, así que para ello se colocan en el cuello una especie de campana negra que les mantiene eternamente mirando hacia abajo. Una vez me encontré con un carnero que osó levantar la cabeza. Lo vi de reojo, así que apenas pude analizarlo bien, pero le escuché gritar. Por un breve instante creí que le aparecían calvas de piel humana entre su pelaje grisáceo, que los cuernos se le volvían grotescamente hacia adentro y que  en las pezuñas se le asomaban dedos humanos. No me ha vuelto a ocurrir.

Por las noches los murciélagos chillan entre zumbidos espasmódicos, las gárgolas cobran vida y las hienas se reúnen en la oscuridad para reírse de cualquiera que se atreva a pasar a menos de veinte metros de ellas. Cuando cesan sus burlas porque ya no tienen a nadie a quien dirigirlas, se desgarran las unas a las otras en una lucha patética. Las gárgolas las acechan pacientemente hasta que la última de ellas queda en pie, para convertirla en piedra de su fantasmal manada.

Los niños más pequeños son los únicos que parecen humanos: tienen piernas, brazos y manos, no pezuñas; las orejas no les cuelgan hacia abajo y van a su aire, con la cabeza alta, hablando entre ellos sin temor a la Ley, pues son solo niños que, por tal, no saben lo que dicen. Por las mañanas acuden a un lugar donde figuras oscuras mucho más altas que ellos les ofrecen libros de texto. Ellos arrancan las páginas para rumiarlas lentamente. Siempre tosen la primera vez, y las figuras les increpan y obligan a que no dejen un solo trozo de papel fuera de su cuerpo. Repiten el proceso durante años, y cuando sus cabezas están hinchadas de papel y tinta, los ponen frente a un cubo en el que vomitan con bruscas arcadas. Dicen que es una experiencia horrorosa, pues les deja tan atontados como en el momento de su nacimiento.

Seguirán comiendo libros durante otros seis años, a pesar de haber superado la horrible prueba, sin prestar atención a la capa de pelaje que empieza a crecerles por todo el cuerpo. A los que se atragantan, los califican de vagos y débiles. Aunque se empiezan a tintar de morado, deben salvarse ellos mismos, golpeándose el estómago, la garganta y el pecho con fuerza. Una vez vuelven a vomitar los papeles, no estoy segura de lo que ocurre, aunque sospecho que es entonces cuando les empiezan a crecer los cuernos.

¿Y sabes lo más extraño de todo?… Acabo de ver a alguien que no parece un niño, porque su cabeza no está hinchada. Pero tampoco es un adulto, porque carece de cuernos y no lleva el aro en su cuello. Ni tiene cuerpo de burro, gárgola, hiena o murciélago.

Te vi cruzar la calle, mirando sin ver a tu alrededor, como si esta terrible situación te pareciese normal.

 

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