El bucle
Guillermo Alonso del Real, 15 años
Colegio El Vedat (Valencia)
Fran observó con mirada cínica al bisturí, y este se la devolvió.
–¡Guantes!
De inmediato, un par de guantes de látex se arrastraron hasta sus manos y, sin previo aviso, se le introdujeron desde los dedos.
–Estáis un poco sueltos –se quejó.
Entonces el par se le apretó, obediente.
Después se colocó el gorro verde, para ocultar su cabello canoso. Sonrió. Cuando lograba tener una situación crítica bajo control, le embargaba una calma inigualable. Eran tantos años de experiencia, que operar le resultaba una labor sencilla, incluso los días que las tijeras estaban de mal humor o desanimadas las pinzas. Naturalmente, nadie conocía su extraordinario secreto. Por eso se vanagloriaba al pensar que era único entre sus colegas.
Carmen se asomó por la puerta de la antesala del quirófano.
–Solo, como siempre –le comentó.
Fran asintió. Desde que consiguiera su plaza como cirujano, operaba únicamente con la ayuda de su instrumental. La enfermera jefe salió sonriente hacia la mesa de consultas, dispuesta a matar el tiempo con la lectura de una novelucha: ‘‘Cuatro tipos de pasiones en un hospital’’.
Aprovechando que Carmen se había marchado, el médico se dispuso a pasar lista.
–¿Estamos todos? –preguntó–. Veamos… Gotero.
–Presente.
–Bisturí.
–Aquí, jefe.
–Tijeras.
–Presente.
–Hilo.
–Yo.
–Jeringuilla.
–La misma que viste y calza.
–Sí, diría que estamos todos –afirmó.
Súbitamente, el bisturí se lanzó contra el gotero. Fran lo agarró al vuelo.
–Ni se te ocurra –lo amenazó antes de depositarlo en la mesilla de ruedas. Alzó la voz:–¡Todos conmigo! Y que nadie se rezague; tenemos tres horas a lo sumo.
Los utensilios quirúrgicos temblaban de emoción. El médico empujó las puertas y se sumergió en la luz verdosa del quirófano.
El flexo de operaciones los recibió con alegría.
–¿Qué tenemos hoy? –preguntó Fran.
No hubo respuesta, de forma que decidió tomar las riendas: mandó al gotero inyectar dos mililitros de anestesia, a repetir cada diez minutos, y le pidió a la camilla que destapara al paciente. Sin embargo, esta no reaccionaba.
–¿Qué te ocurre?
La camilla se sacudió, preocupada. El flexo, a su vez, comenzó a parpadear. Temblaban los instrumentos, el gotero encogía y desencogía su bolsa con dobutamina… incluso las baldosas de la sala se torcieron. En pocos instantes, una demencia colectiva reinó por todos los recovecos de la estancia.
Fran agarró la sábana y tiró de ella. Con su agudo instinto recorrió el cuerpo del paciente. Se detuvo al observar sus manos y arqueó una ceja, pues le resultaban peligrosamente familiares, casi tan familiares como… Fran se llevó la mano al corazón y tomó aire antes de caer al suelo inconsciente cuál pesado fardo. Por el mismo motivo por el que no existen dos personas en este mundo que sean iguales, tampoco dos cirujanos pueden ser idénticos. Mas en la camilla yacía el mismo Fran.
***
Al poco de oír el tiberio procedente del quirófano, apareció Carmen, que se apartó el flequillo pelirrojo y torció la comisura del labio, maquiavélica.
–¿Otra vez?
Sacó una estilográfica del bolsillo y escribió en la bata del Fran: <<FRAN Número 17>>, al igual que sobre el pecho del Fran que yacía en la camilla, tal como había hecho las diecisiete veces anteriores.