El sosiego de la luz - Excelencia Literaria

El sosiego de la luz

Lourdes Rossy

Ganadora de la XIX edición

www.excelencialiteraria.com

El joven se despertó, desorientado entre sus propios jadeos. A base de movimientos torpes rebuscó, en la mesilla de noche situada en el lateral de su cama, el artefacto que su respiración agitada tanto demandaba. Ya había tocado todos los objetos que tenía en el mueble cuando, finalmente, dio con el inhalador. Permitió que el oxígeno recorriera sus vías respiratorias y los latidos del corazón empezaron a regularse. Había perdido la cuenta de cuántas veces había sufrido la misma pesadilla de final tan devastador.

Mientras sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, localizó la luz que emitía su reloj digital. Le pareció más difusa que de habitual. Con un ligero esfuerzo elevó ligeramente del colchón la mitad superior de su cuerpo, decidido a dar con la ubicación del artilugio, que se encontraba boca abajo entre los pliegues de una camiseta. Estiró su brazo izquierdo y cogió el reloj. Faltaban tres minutos para las cuatro y media de la madrugada. Soltó un suspiro de exasperación. Al ser su día libre, podía dormir más horas de lo normal. Cómo no, los trabajadores del turno de noche de su cerebro tenían que jugarle aquella mala pasada.

Se levantó de la cama. En el momento en que sus pies hicieron contacto con la suave lana de la alfombra, se le reprodujo la sensación de sus pulmones quedándose sin aire, aquella que habían aparecido en su pesadilla. En sueños le extraían el oxígeno con una fuerza invisible e implacable, que le iba ahogando. Su voz desaparecía, impidiéndole pedir auxilio.

Con pasos torpes se dirigió al escritorio, situado al piecero de su cama. Aunque la habitación estaba desordenada, caminó sin tropezarse con ningún trasto, pues parte de la pared y del suelo estaba salpicada de motas de resplandor. Eran los rayos de luz que se colaban por las rejillas de su persiana mal cerrada.

Guiándose por esa tenue iluminación, tomó una botella que tenía sobre el escritorio y dio un gran sorbo. Aunque el agua estaba tibia, disfrutó de la calma que le proporcionaba el contacto de su garganta con el líquido.

El deleite fue efímero. La soledad volvió como la reverberación de un eco, y tras una mueca de amarguraabrió la persiana para centrarse en la búsqueda de uno de sus vecinos, al que pertenecía la única ventana iluminada del edificio de enfrente.

Se le formó una leve sonrisa. Aquella habitación era un faro en la madrugada. Suponía que se debía a un caso de insomnio por parte del dueño del apartamento.

Que la encontrara encendida, le traía una sensación egoísta de confort. Era la prueba de que no estaba solo, de que en sus noches en vela había otra persona que sufría la misma falta de confort, de que no estaba solo con sus pensamientos. Por muy egoísta que sea encontrar consuelo en el dolor de los demás, se lo guardaba para sí como una sensación consoladora.

Se acercó a la puerta de la habitación y encendió el interruptor que había junto a una de las jambas. La luz eléctrica bañó el cuarto, expandiendo su dominio hasta las esquinas en las que se acababan de resguardar las sombras. Quería enviarle el mismo mensaje al vecino de enfrente, para que sus luchas contra los demonios del sueño fueran menos solitarias, para que un cierto sosiego permaneciera a ambos lados de la calle.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *