La guardiana
Roberto Ianucci
Ganador de la XIV edición
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Un paraguas rojo y negro resaltaba sobre un fondo gris. Se oía en repiqueteo de unos tacones por encima del fragor del diluvio. Era una joven. Una presa fácil.
Alberto López se levantó del banco y cruzó a la acera opuesta, por donde venía la chica, aj
ena al peligro.
Al principio Alberto la siguió con sigilo, sin que ella se diera cuenta. Pero, por una fortuita casualidad, hubo un momento en el que la joven se giró y lo vio.
Él también la vio a ella, que tenía unos ojos azules preciosos que no reflejaban miedo. Y a su lado… otra mujer. Alberto nunca encontraría palabras para describir el color de sus ojos, de su pelo, pero estaba seguro de que era la mujer más bella que hubiera visto jamás. A pesar de la lluvia, del suelo mojado, iba descalza, con visibles heridas en los pies.
Pero lo que en realidad llamó la atención de Alberto fue su severidad. Su expresión rebosaba ternura, mas traslucía la exigencia de un respeto absoluto. Parecía… ¡una diosa!.
Se apartó de las dos mujeres, con sensación de pánico. Entonces su mirada se topó con un borracho. Estaba tumbado en un banco, mal tapado con unos plásticos. Y estaba solo. Él sería su víctima.
***
Patricia entró en la comisaría muy nerviosa. El comisario la recibió en seguida, pues no había gente.
—Dígame, señorita, ¿estuvo usted ayer caminando en pleno diluvio? —le preguntó a bocajarro.
—Sí, señor… ¿Cómo lo sabe?
El oficial asintió, pensativo.
—López nos avisó de que usted podría venir —carraspeó—. ¿Le siguió un hombre?… —. Ella asintió—. Lo hemos detenido, sospechoso de asesinar a un pobre diablo. No se preocupe. Sin embargo, nos sorprendió un dato de su declaración… ¿Es cierto que le acompañaba una mujer? Según dijo, ella tenía un aspecto terrible.
Patricia abrió los ojos como platos, desconcertada.
—Señor, yo iba sola. Nadie me acompañaba.
El comisario, impaciente, estaba cansado de soportar las continuas mentiras de los detenidos de poca monta, de los golfos e, incluso, de los criminales… para, además, tener que aguantar las de una ciudadana inocente.
—Señorita, hay cuatro opciones: o el presunto asesino ha dicho la verdad; o está loco; o es usted la que no me dice la verdad o la que está mal de la cabeza.
A Patricia le ofendió que pudiera llamarla embustera.
—Vuelvo a asegurarle que nadie me acompañó ayer por la noche —. Al instante, se mordió el labio inferior y pareció vacilante—. Eso sí, tengo la costumbre de encomendarme a ella.
—¿A quién?
La chica dejó sobre la mesa una pequeña medalla de oro con la imagen de la Virgen.