Ermanno Olmi, el hombre de la fe a bocajarro: ‘El oficio de las armas’
¡Mis queridos palomiteros! Ermanno Olmi, el hombre de la fe a bocajarro. Recientemente nos referíamos desde estas pantallas también a un hombre de cine y a un hombre de fe. Pues bien, el pasado 5 de mayo desaparecía para siempre de la cinematografía mundial Ermanno Olmi, a los 86 años, uno de los grandes directores de cine de todos los tiempos que, en gran medida, fue un continuador del Neorrealismo italiano.
Sintetizo mi homenaje hacia él recordando al filme que dirigió en 2001, El oficio de las armas, tras su éxito sin precedentes de la bellísima El árbol de los zuecos, su obra maestra, filmada en 1977 y que se alzó con la Palma de Oro en Cannes.
El oficio de las armas llegó a España en el mes de abril en 2004 con rigurosa discreción. Fue galardonada con nueve premios David de Donatello y firmada por este hombre legendario del cine italiano, que estrenó en su país natal Cantando dietro i paraventi en 2003; Tickets en 2005; Centochiodi en 2007 y Il villaggio di cartone en 2011. En 2008 recibió el León de Oro en Venecia por toda su carrera.
Antes de El oficio de las armas no habíamos tenido ocasión de ver ningún filme suyo desde el estreno de su adaptación de la novela del austriaco Joseph Roth, La leyenda del santo bebedor, rodada en 1988, donde por primera vez trabajó con actores profesionales.
Ermanno Olmi fue uno de los cineastas italianos más refinados de las últimas décadas, conocido sobre todo por las ya citadas El árbol de los zuecos y La leyenda del santo bebedor (León de Oro de La Mostra Veneciana).
El oficio de las armas, ambientada en el siglo XVI, cuenta la historia de Giovanni de Médicis —que encarna el actor búlgaro Hristo Jivkov, que hace de apóstol Juan en La Pasión de Cristo de Mel Gibson—, gran caballero en el noble arte de la guerra, fue un destacado miembro de la ilustre familia y murió a los veintiocho años defendiendo los Estados Pontificios del Papa Clemente VII del ataque de los ejércitos del emperador Carlos V.
Se trata de un relato de dimensiones épicas resuelto entre la bruma de los campos de batalla y las referencias pictóricas de las secuencias intimistas, a partir del cual el cineasta propone una sugestiva reflexión sobre la progresiva despersonalización del arte de la guerra, a partir del momento en el que las espadas y el cuerpo a cuerpo desaparecieron bajo la inexorable presión del progreso, materializada en la irrupción de las armas de fuego.
El fascinante guión de Olmi le sirve para pintar un bellísimo retrato de una época convulsa, en la que el modelo del perfecto príncipe-caballero dibujado por Maquiavelo (que pensó en Fernando el Católico) convive con los mercenarios y los turbios manejos políticos de algunos nobles italianos, que el sufrido capitán se apresura a justificar.
Conviene advertir que por su ritmo y estética contemplativa, esta película única de extraordinario rigor y bellísima puesta en escena no es adecuada para verse en televisión. La fotografía, el montaje y la música no pueden ser más acertados. Sin duda, quedará como referencia de un cine exquisitamente respetuoso con la historia, digno de los estudiosos de la materia, a la altura de los extraordinarios experimentos de Rossellini, Rohmer o Feyder.
Ermanno Olmi, el hombre de la fe a bocajarro, rodaba cine exquisitamente respetuoso con la historia
Estremece comprobar hasta qué punto un director es capaz de componer cada plano con un mimo tan enriquecedor, tanto en una secuencia de una batalla, como en el lecho de un enfermo en un palacio renacentista.
Al tiempo, la película es notablemente teatral, abusa de los primeros planos y la presencia de Dios es indiscutible. Es fascinante la escena en la que un Cristo de madera románico es “mutilado” para que los soldados preparen la leña y puedan resguardarse del frío.
Olmi, fiel a su cine independiente, nos marca la pauta temporal. Por unos instantes parece que el tiempo se ha detenido y que la unidad espacial se troca patética. La claridad en su discurso visual y la fluidez narrativa inesperada remontan una cinta hecha desde el corazón.
No se trata tanto de contar una historia, sino de ser conscientes de cómo la cuenta el realizador de Il posto. La mirada poética que arrojan los acontecimientos y la reflexión moral que desarrolla nos conducen hacia la esperanza que todo hombre espera cuando ha de abandonar la vida. Maravilloso suceso que debe verse más de una vez.
Muchas gracias por todo. Descansa en paz.