El árbol y el león Emilia Carrasco - Excelencia Literaria

El árbol y el león Emilia Carrasco

Emilia Carrasco

Ganadora de la VIII edición

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El sol comenzaba a descender mientras Jorge se abría paso entre la maleza del bosque. Su coche se había salido de la carretera a causa de un ciervo que la cruzó de repente. Afortunadamente su Ford había sido el único perjudicado, dejando al joven historiador con leves rasguños. Pero no todo eran buenas noticias: según el último cartel que había visto antes del accidente, la ciudad de Burgos, que era su destino, estaba a unos cincuenta kilómetros de donde se encontraba.

Decidió internarse en el bosque y buscar refugio en alguna aldea de las muchas que debía haber en aquella región castellana, pero no tuvo éxito.

La luna comenzaba a asomarse; estaba oscureciendo y Jorge se había perdido. Como si fuera una jugada del destino, cuando estaba cerca de dejarse gobernar por la desesperación, escuchó unas pisadas no lejos de donde se encontraba. A través de la maleza distinguió la figura de un hombre fornido y vestido con extraños ropajes largos, que intentaba no tropezar con los arbustos.

–¡Buenas noches, viajero! –saludó a Jorge con alegría, como si lo hubiera estado buscando.

–Buenas noches –suspiró el joven.–. Me he perdido en este paraje,; agradecería su ayuda. Mi coche no funciona y no sé donde me encuentro ni a dónde ir.

–Usted está a veinte kilómetros de distancia de Ortigüela, un pueblo medieval precioso, si se me permite decirlo. Salvo que quiera pasar por aquí de noche, le invito a venir al monasterio en el que vivo, que está cerca, a menos de media hora de camino. Allí le daremos cobijo y un poco de comida. Se le ve cansado.

Decidió confiar en el monje; ¿qué daño podría ocasionarle? Más tarde supo que su nombre era fray Antonino, hermano de la orden de San Benito, una persona realmente agradable y charlatana. Fue cuando vislumbraron de lejos el edificio que se hizo el silencio entre los dos. A Jorge le maravilló el extraordinario tamaño del monasterio. Sus paredes de piedra blanca parecían ascender hasta el cielo. Cuando atravesaron la columnata del claustro, quedó anonadado.

–La construcción comenzó en el siglo X, pero fue en el año mil ochenta cuando tomó su forma definitiva –. Fray Antonino señaló a las columnas, orgulloso–. Más adelante se construyeron aquellas dos torres, de estilo románico tardío, que he tenido el gusto de poder decorar con algunas pinturas al fresco.

Después de recibirlo con afecto, los monjes le dieron de cenar pescado en salazón, vino y queso (le explicaron que en el convento no comían carne), y le asignaron una celda donde pasar la noche. Antes le dieron un paseo por el monasterio, que incluyó una visita a las torres para ver las pinturas de Antonino antes de retirarse, ante la insistencia del mismo artista.

 

 

–Ya no somos tantos monjes como quisiéramos –. La voz del hermano Calixto estaba llena de preocupación–. ¿Qué haremos cuando todos muramos y esta casa de Dios quede abandonada? –bajó la mirada,  recordando tiempos ya olvidados.

La atención de Jorge, sin embargo, había quedado prendida en los frescos de aire medieval, tan bien conseguidos. De un león de color ladrillo nacían unas alas blancas, como si fuera una esfinge egipcia propia de la mitología pagana. A su lado, un árbol con frutos dorados guardaba la entrada al Paraíso. El hermano Antonino había conseguido imitar el estilo románico.

Seguía divagando acerca de las pinturas cuando llegó a su celda. Estaba asombrado de que el paso de los siglos no hubiera afectado al monasterio en absoluto, pues todo estaba conservado con perfección. Agradeció que el accidente con el ciervo lo hubiera conducido a aquel extraño lugar. Mientras intentaba conciliar el sueño, advirtió que la luz de la luna se colaba por la rejilla del ventanuco, como un agua mágica que se derramara sobre la habitación.

Lo despertó una luz cegadora y un frío intenso: el sol debía estar alto ya. Fue al abrir los ojos que se encontró en un mundo totalmente diferente a lo que recordaba: las sábanas habían desaparecido, al igual que una de las paredes del dormitorio. Las enredaderas que invadían los únicos muros en pie parecían haber crecido de la noche a la mañana, al igual que la erosión había afectado al monasterio en un abrir y cerrar de ojos.

–¡Fray Antonino!

Se vistió a toda prisa y bajó los escalones desgastados que conducían a la planta principal, buscando alguna señal de vida.

Cuando llegó al claustro se quedó sin respiración: de las columnas no quedaban más que las bases. El patio estaba cubierto por maleza y musgo. Desesperado subió a la torre. De los frescos que había admirado la noche anterior solo quedaban pequeñas huellas. ¡Aquel monasterio debía llevar abandonado varios siglos!

Jorge resolvió huir. Mientras corría por el bosque escuchaba entre las sombras pequeños susurros, quizá las voces de fantasmas del pasado. Una urraca gritó a lo lejos, aumentando el terror que aquel hombre sentía. Su mente funcionaba vertiginosamente: no había ningún hermano Antonino, ni la orden de San Benito habitaba aquel monasterio.

Los espíritus siguieron hablando a sus espaldas, como si fueran los monjes y como si estuvieran preocupados por su repentina marcha. Pero Jorge no quiso escucharlos. Siguió a la carrera hasta llegar a su coche, que seguía aparcado a un lado de la carretera.

 

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