Vagón de culpas - Excelencia Literaria

Vagón de culpas

Roberto Iannucci

Ganador de la XIII edición

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Las sombras engulleron los vagones cuando el metro abandonó la parada subterránea. Cuatro llamaradas de culpa titilaban como estrellas en una noche cerrada.

Eran las tres y media de la tarde en la ciudad de Granada, un caluroso viernes de julio. Las temperaturas rondaban los cuarenta grados, por lo que solo aquellos que estaban obligados por el trabajo utilizaban aquel medio de transporte. Se trataba de cinco desconocidos, o eso creían ellos cuando cruzaban sus miradas, sin saber que su vida iba a cambiar a siete metros por debajo del asfalto. Habían buscado un lugar en el último vagón, el más ventilado de aquel tren urbano.

Esther Flores era la más joven. Morena, de piel pálida y rostro sereno. Acababa de terminar de intercambiar algunos mensajes con Rafa, su novio, por el teléfono móvil porque en el túnel no había cobertura para que pudieran hablar.

Recordaba bien a Felipe, un chico tímido, poco hablador, mucho más sensible de lo que ella había imaginado. Cuando empezaron a salir, Esther no pudo imaginarse que terminaría enamorándose de otro. Felipe no reaccionó cuando apareció Rafa, un tipo mucho más atractivo. Al principio no se atrevió a decirle a su novio que aquel chico le gustaba, que se habían enamorado; no quería herirle. Pero un día Rafa se delató en las redes sociales. Ese mismo día Felipe le dijo a Esther que nunca la perdonaría.

Un par de asientos más adelante estaba Javier Prieto, de pelo castaño y corto, y expresión aburrida. Escuchaba música a través de unos auriculares, esas canciones que su madre le prohibía poner en casa.

Ya casi había olvidado a Luis, un chico introvertido y asocial. Javier le había hecho bullying, aunque más allá de la gravedad de semejante término, él consideraba que solo fue una diversión para los recreos. Molestar a Luis era como jugar con un hámster, pensaba, un hámster tonto que no sabía hacer nada. Desconocía que su compañero de colegio había pasado mucho tiempo llorando a solas, sin revelar a nadie su sufrimiento, y que nunca sería capaz de perdonarle.

Un poco más lejos, en un asiento individual, se encontraba Mercedes Landázuri, una señora en toda regla, con el orgullo por las nubes, impecable mujer sin falta. Bueno, tenía una, una sola, pero como ella decía, lo había hecho porque era muy astuta. Nunca pensó en las consecuencias que tendría su astucia. No recordaba muy bien el nombre del joven al que le alquiló el piso. ¿Marcos?… Aquel muchacho empezó cumpliendo con los primeros pagos mensuales, sin falta, pero después…

Al año le dijo a Mercedes que no podría pagarle el siguiente recibo, deuda que fue aumentando mes a mes. Ella le dijo que no importaba, que ya se lo pagaría cuando pudiera. Marcos, aliviado, se olvidó del problema. Por eso la denuncia de su arrendadora le pilló completamente por sorpresa. Tuvo que desalojar la vivienda a toda prisa. Incapaz de costearse otro apartamento, empezó a vivir en la calle, sin olvidarse de los rasgos de aquella engañosa mujer.

Fernando Calero cerró el ordenador cuando perdió la señal de internet; ya no podía seguir con su trabajo. Se encontraba muy cerca de la puerta, pues la siguiente era su parada. Era un tipo rubio y con gafas, no demasiado hablador. Pero el silencio no acallaba su culpa.

Había destrozado en mil pedazos el sueño de José, otro joven que aspiraba convertirse en informático. Después de una favorable entrevista de trabajo, les habían pedido valorar los antivirus fabricados por ellos mismos. Pero Fernando no había tenido tiempo de terminar el suyo. Cuando descubrió que podía acceder al de José, fue incapaz de controlarse. Robó un USB en un descuido de su compañero. Por supuesto, salió victorioso y consiguió el puesto. Para cuando José se dio cuenta, era tarde. La ira le carcomió: no iba a ser capaz de perdonarle. Nunca.

El quinto pasajero era el único que se encontraba de pie. El único al que, en aquella oscuridad, no le brillaba la llama de la culpa. Llevaba en la mano una caja de zapatos, y en su interior una pistola. Se ocultaba el rostro oculto para que su víctima no le reconociera.

Por fin iba a cobrarse la deuda. Por fin iba a vengarse de aquella faena. Le sentó tan mal… Iba a matarle. Se había jurado no olvidar su cara y, mucho menos, perdonarle.

Miró por última vez a las otras tres personas, aparentemente inocentes. No tenían por qué presenciar aquel asesinato, ni el posterior suicidio. De todas formas, no le quedaba otra opción. Era su última oportunidad, porque en la próxima parada subirían otros pasajeros.

En la oscuridad de los túneles que recorrían Granada se oyó un disparo. Hubo gritos de terror. Y una llama de culpa se apagó. Después, otro disparo. Y Más gritos.

 

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