Olvidos
Pablo Garrido
Ganador de la XIII edición
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Rascó el fondo de la lata de café y vertió los últimos granos en la cafetera.
—¿Qué tal has dormido, mamá?
—Ni bien ni mal. No lo recuerdo —respondió la anciana sin ningún tipo de emoción en sus palabras, desprovistas de su antaño colorido timbre.
El primer sol de la mañana se recortaba en la lejanía a través de la amplia cristalera, tiñendo la habitación con un tono rojizo. El cielo estaba raso después de una noche fría. Y la luna, en el cénit, había decidido quedarse un rato para observar la puesta en marcha de la cuidad.
Desde las alturas de aquel quinto piso, Sofía veía cómo las hormiguitas iban saliendo de sus madrigueras y se agrupaban en torno a las paradas del transporte público. Siempre había alguna oveja negra que, desafiando al sistema, tenía el valor de circular con una bicicleta entre los automóviles.
—Hoy tampoco lloverá —comentó la mujer, apoyada en la encimera del dintel—. Si esto sigue así, las cosechas se echarán a perder. Al final va a ser verdad eso del cambio climático. ¿Tú que opinas, mamá?
—Me encanta el olor del café recién hecho.
La joven miró a su madre con ojos más compasivos que tristes. Se acercó a ella, se agachó junto a su silla y le besó la frente.
—Siempre has idolatrado el café —dijo—. No me olvido de esa frase que convertiste en tu lema; no había día que no la repitieses: “El café es la biografía del mundo, la esencia de la vida en sí misma” —estrechó las manos de su madre entre las suyas—. Recuerdo cuando Enrique me dejó… ¿Te acuerdas de él?
La anciana, hipnotizada por la luna, hacía caso omiso de su interlocutora.
—Pues bien, cuando te describí lo destrozada y nostálgica que me sentía, tu única respuesta fue: “No sabía que hablábamos de café. Pero debo admitir que has descrito a la perfección su sabor”. Estuve sin hablarte durante una semana —se le dibujó una sonrisa al recordar los tiempos pasados—. Solo el Jefe sabe cómo de incomprendida y miserable me sentí aquellos días.
El café comenzó a hervir. El silbido del aire a presión devolvió a la realidad a Sofía, que se había quedado ensimismada.
—No sé si llevabas razón con tu filosofía cafetera, pero lo cierto es que no podría vivir sin una buena taza por las mañanas. Pero, atiende —enunció en voz alta mientras servía las tazas de espaldas a la mesa—, “nada de sacrilegios”.
Sofía dio media vuelta y miró expectante a su madre, anhelando que tuviese un momento de lucidez para completar la frase. Permaneció medio minuto inmóvil frente a ella. Después suspiró, resignada ante aquel silencio. Habituada a esa situación, dominó a la tristeza que trataba de hacerle mella y sonrió.
–“El café con azúcar es una profanación” –completó con tono melódico, como si fuese el estribillo de una canción, mientras le echaba un chorretón de leche a las tazas.
Aquel era el primero y más esencial de los mandamientos de la religión de su madre, quien, unos años antes, se regocijaba enunciándolo en tono aleccionador cada vez que alguien pecaba contra su “dios”.
Sofía se sentó en la mesa frente a su modesto desayuno. Cansada de monologar, encendió el televisor en un intento por romper aquel mutismo. Su madre soplaba el líquido oscuro que tenía ante sus ojos, al que de vez en cuando daba un sorbo meditado.
–¡Qué rico te sale siempre! –exclamó.
Y añadió un <<ummm…>> final, tan sentido que Sofía dudó de la sinceridad de sus palabras.
La anciana dejó la taza en la mesa y miró la televisión fijamente.
—Qué valor tienen esos ángeles blancos, todo el día en primera línea de batalla para ayudar a su prójimo —comentó en un tono más vivo de lo habitual mientras señalaba la pantalla.
Estaban emitiendo el telediario matutino, y el informativo hacia referencia a los médicos y enfermeros, que estaban al borde del colapso ante una epidemia.
—¿Cómo dices, mamá? —preguntó, un poco confusa.
—Siempre me parecieron héroes. Una carrera interminable, años y más años llenos de suplicios y decepciones que, para colmo, no tienen buenas expectativas económicas. Trabajan hasta la extenuación, sin horarios ni apenas recesos para descansar y comer —suspiró—. ¿Quién en su sano juicio elegiría empezar unos estudios como esos? ¿Se puede estar bien de la cabeza y tener que elegir una vida entre el sufrimiento y la muerte? Los médicos deben estar todos locos, pero bendita locura. A fin de cuentas, el mundo se mueve gracias a la labor que realizan unos pocos dementes.
—Mamá, no me creo que me estés diciendo esto.
—No me imagino la impotencia que deben sentir cada vez que se les muere un paciente —continuó, cada vez más exaltada—. Te digo que esos que ves ahí —señaló de nuevo la pantalla con un dedo tembloroso— no son seres humanos; son ángeles.
Su tono no admitía réplica.
La hija la observó asombrada
.
—Ya me gustaría, hija mía, haber sido capaz de dedicarme a una causa tan noble. Pero me faltaba valor para encarar a la muerte como hacen ellos, día tras día. La vida me pasó de largo, ocupada en cosas mundanas.
Volvió a quedarse en silencio, con los ojos clavados en los posos de café que había en el fondo de su taza, cuando hizo su entrada el hombre del tiempo.
El ánimo de Sofía se había derrumbado. Recogió la cocina y fregó el suelo.
—Mamá, me tengo que ir a trabajar —hizo acopio de fuerzas para que su voz no sonase ahogada—. Carmen estará a punto de llegar. Le he dicho que prepare gazpacho y una tortilla de patatas. Sé que son tu debilidad —sonrió cómplice.
Al alejarse por el pasillo, se detuvo para observar un retrato colgado en la pared, en el que a una mujer se le intuía una sonrisa detrás de una mascarilla que le ocultaba la mitad del rostro. Vestía un traje verde que le cubría hasta el cuello. Sus manos enguantadas sujetaban un bisturí eléctrico.
“En reconocimiento a la neurocirujana Raquel García Gómez, por la ejemplar labor quirúrgica ejercida durante cincuenta años”.
<<Si tan solo recordases un cuarto de toda tu vida profesional, mamá, te darías cuenta de que llevas razón en lo que dices: fuiste un ángel, la persona más valiente que he conocido. Campañas, organizaciones, ONGs… Más que un ángel, eras el rey de los ángeles…>>.
Dejó entreabierta la puerta del piso, sin echar la llave: Carmen estaba al llegar.
–Tengo que comprarle la medicación –pensó en voz alta mientras esperaba el ascensor.