Café Desnoyers - Excelencia Literaria

Café Desnoyers

Alejandro Caicedo

Ganador de la XII edición

www.excelencialiteraria.com

 

Por las tardes, Miquel se colocaba solemnemente el gabán color café que su madre le había traído de un viaje a Montreal y emprendía el camino de calles estrechas y pobladas que separaban su apartamento del Café Desnoyers. Allí le recibía, detrás de la barra, el regente del establecimiento, un tipo de rasgos desdibujados con una barba larga y canosa, al que llamaban don Roberto.

 –Buen día, joven.

 El viejo le saludaba moviendo la cabeza con el gesto de respeto que dedicaba a sus clientes habituales o al que tenía aspecto de ser útil a las tertulias que organizaban los parroquianos a eso de las cinco. Unos y otros solían ser los que más consumían y menos reparos tenían a la hora de invitar al que no había cobrado aún el artículo o la pensión.

 Miquel se sentaba en una mesa cerca de los ventanales, desde donde veía a los fieles que entraban y salían de la iglesia de San Francisco de Borja. Después de pedir, Miguel solía sacar de su maletín de cuero la libreta en la que había tomado los apuntes de clase. Aquel día fueron los de don Antonio Ballesteros, que indicaban los aspectos más relevantes del uso de la luz en la filmografía de Herr Fritz Lang. Pero apenas pudo concentrarse. Al otro lado de la barra, don Roberto opinaba a gritos sobre el poco valor que para él tenían las “descarnadas” obras de guerra de Mailer y después aclaraba que su verdadero apellido, a pesar de ser francés, no era Desnoyers.

 –El nombre del café es un humilde homenaje. Sabéis que deserté por los Pirineos, que no fui capaz de defender mi patria. Por eso entregué el rótulo de mi local al mejor personaje de Blasco Ibáñez: Julio Desnoyers –. Llegado a este punto, como siempre, se llevó la mano al corazón antes de continuar–, que murió por la France en su encuentro con el jinete del caballo rojo.

Y continuaba llenando vasos de calvados y tazas de café con la sonrisa satisfecha del que ha venido a hacerse rico cuando no tiene ni fuerzas para gastar.

 Poco a poco se iban llenando las mesas de madera y mármol, que eran como arbustos artificiales. Las ocupaban personas de edades comprendidas entre los veintitantos y los ochenta, cuyos pantalones se fruncían en cada cruce de piernas. Encendían y apagaban pipas y cigarillos con la jovialidad del hombre entregado al ocio y a la pacifica discusión. Las distintas conversaciones de cada velador, después de diez o quince minutos, se entrelazaban hasta formar una única tertulia que, usualmente comenzaba con asuntos relacionados con la literatura. Cuando se acaloraban, cambiaban el rumbo hacia la pintura o la arquitectura. Miquel escuchaba atento desde su rincón y asentía las observaciones que creía acertadas. Nunca hacía ningún gesto ante las que juzgaba redundantes o absurdas, aunque todos los participantes le suscitaban respeto y a veces soñaba con el día en el que alguno le preguntase acerca de su opinión sobre las comedias religiosas de Tirso de Molina o el uso del rojo en El Expolio, de El Greco.

Cuando don Roberto miraba desde la barra aquellas cabezas que llenaban su local, sentía el mismo orgullo que siente un colono al ver las chimeneas humeantes de los hogares esparcidos a lo largo de sus predios. Como nadie hablaba de cine, a veces hacía por meter a Miquel en el debate, recordando a viva voz que pronto se graduaría de la Escuela Oficial de Cinematografía. Pero los participantes, después de mirar al muchacho con un breve gesto de aprobación continuaban su conversación allí donde había quedado momentáneamente suspensa.

 Cuando todos se marchaban, Miquel pagaba su cuenta y le pedía a don Roberto el teléfono de detrás de la barra para llamar a Valencia. A su madre le hacía mucha ilusión aquella llamada que coincidía con la cena. Su hijo aprovechaba para preguntarle si el giro de su asignación se podía adelantar unos días o si podía aumentarla ligeramente para cubrir los gastos del nuevo gimnasio de boxeo.

 –Está bien, no hay problema. Te mandaré para el gimnasio y para lo que quieras si me mandas más fotos.

 A su madre le hacía especial ilusión recibir los sobres que le mandaba Miquel desde Madrid. Las más de las veces traían una foto suya vestido de domingo o al lado de una de las pesadas cámaras que llevaban a clase los profesores de las asignaturas técnicas. Ella las colgaba en la pared de la entrada. Al llegar sus amigas, señoras de gestos pesados y gustos caros, se las mostraba con alegría.

 <<Yo seré rica por la gracia de mi marido, el especulador… ¿Pero qué me puedes decir de este genio?>> Pensaba con leve malicia, <<A este lo he criado yo y será mucho más rico que su padre>>. Sólo había que verle, recto y orgulloso, posando para la foto, para confiar en que traería réditos económicos notables a la casa.

 Al graduarse de la Escuela Oficial de Cinematografía, Miquel comenzó a sentir el apremio del hombre responsable que se siente vagando cuando está decidiendo qué camino escoger. Se animó a escribir, junto con un compañero de estudios, un guion que movió por todas las productoras de Madrid.

 –No desesperes –le aconsejó su padre con una voz grave y segura, que se escuchaba metálica por el teléfono–. Todo tiene sus tiempos; tu oportunidad llegará. Mientras tanto, podrás seguir disponiendo de mis recursos, como hasta ahora.

 A aquel hombre, a veces, compartía con su mujer sus dudas acerca del futuro laboral de Miquel, que ella dispersaba con su fe ciega.

 –Ya verás, viejo cuadriculado… A este lo he criado yo y va a tener mucho más dinero que tú –refunfuñaba, molesta.

 Pasó el tiempo. Miquel había entrado en la fase de desilusión que sigue a un período de trabajo no remunerado. Nadie le contestaba para comentarle las oportunidades que tenía aquel guion, hasta que por fin recibió una carta. Se la enviaba una de esas productoras pequeñas de nombre extranjero y propietarios nacionales asentada en Barcelona. Querían comprar su libreto. Ofrecían cinco mil pesetas a cada uno de sus autores.

 Gracias al atrevimiento del productor, que más tarde se convertiría en un gran director de cine, la película salió adelante, a pesar de las productoras de la capital, que se resistían con uñas y dientes a abandonar sus decorados de cartón piedra por mantener un desfasado sistema de producción.

 La cinta contaba la historia de un motorista que emprende un largo viaje a través del país para visitar a su hermano, un activista condenado a cadena perpetua por delitos de sangre, algo muy delicado en aquel tiempo. Aunque el nuevo ministro de Información había abierto la mano, no convenía pasarse de listo.

 Pasó con más pena que gloria por las carteleras españolas, no así en Gran Bretaña, Francia e Italia, en dónde se convirtió en uno de los títulos referentes en las conversaciones de los entendidos.

 –Por fin llega de España una brisa nueva… Celebro este nuevo cine, que no pretende aturdir ni distraer con pastosas intervenciones musicales, que mira a la cara a la anterior generación para preguntarles:<<¿Cómo pudisteis hacerlo?>> –se oyó una noche en un pub de Londres, de boca de una muchacha bajita y pálida que acababa de ver la película, mal proyectada en una pared.

 A Miquel aquellos reconocimientos del extranjero le animaban, aunque no se daba mucha importancia, pues lo único que contaba al final del día eran aquellas cinco mil pesetas que le habían pagado por el guion; los reconocimientos más valía dejarlos lejos. Recordaba a su padre, en su despacho durante largas horas, revisando los libros de cuentas que le llevaban sus socios y atendiendo a las señoras de Valencia que le confiaban su fortuna para hacerse aún más ricas mediante el casino bursátil. <<Más le vale a un hombre trabajar por el día para dormir bien por la noche>>, le decía a su hijo cuando cerraba la puerta de la oficina.

 –¿Es verdad lo que dicen, que las películas ya nunca van a ser cómo antes? –le preguntó uno de los tertulianos más veteranos del Café Desnoyers, por fin, una tarde de junio.

 –Eso parece –respondió Miquel, agarrando con un delicado gesto de orgullo las solapas de su gabán recién estrenado.

 

Alejandro Caicedo

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