BORRÓN BLANCO - Excelencia Literaria

BORRÓN BLANCO

BORRÓN BLANCO

Roberto Iannucci

Ganador de la XIII edición

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Rubén avanzaba por la estación de autobuses con paso tambaleante. Había estado a punto de tropezar con sus propios pies, unas cuantas veces, en su camino hacia los andenes. Portaba al hombro una sucia mochila en la que llevaba sus escasas pertenencias. Y en la mano (también sucia a la vez que temblorosa) sostenía un billete a Barcelona.

Sin aliento, se detuvo en el andén, que estaba abarrotado de viajeros, y deslizó la mirada por los letreros de los autobuses, en busca del número 13, que hacía el trayecto Granada-Barcelona. Pero antes de encontrarlo, sus ojos de pupilas dilatadas dieron con un borrón blanco entre la marea de abrigos y equipajes.

Aunque nunca hubiera visto uno, al enfocar la vista Rubén se convenció de que aquel borrón era un ángel. Su piel blanca, sin mácula, parecía tallada en marfil, y sus brillantes ojos eran del color de las esmeraldas, enmarcados en largas pestañas. Entre sus redondeados pómulos bajaba una delgada nariz, y bajo ella descansaban sus labios rosados, esbozando una leve sonrisa. El cabello, rojizo, le caía en cascada sobre la espalda, ocultando en parte el abrigo blanco que había llamado la atención de Rubén.

Como notando su mirada, la joven giró la cabeza con suavidad y le miró directamente a los ojos, pestañeando con delicadeza mientras sus labios se abrían en una preciosa sonrisa de dientes blancos. Él se la devolvió con timidez, casi disculpándose por su lamentable aspecto. Pero como ella no dejó de sonreírle con simpatía, Rubén se convenció de que su actitud era sincera.

El juego de miradas y sonrisas tímidas se extendió durante toda la mañana, pero sin que la distancia entre ambos se acortara lo más mínimo. Tampoco hubo palabras entre ellos. Sin embargo, los dos parecían sentirse cómodos en aquella conexión que los pasajeros que iban y venían no eran capaces de notar. Cuando, horas después de haberse encontrado, el ángel se marchó sin subirse a ningún autobús, Rubén presintió que lo iba a esperar al día siguiente en el mismo lugar.

El autobús número 13, con destino a Barcelona, se había marchado varias horas atrás.

A la mañana siguiente Rubén volvió a la estación de autobuses, esta vez sin billete ni mochila. Se había gastado los pocos ahorros que tenía en ropa nueva, y al fin se había aseado en una fuente pública, a altas horas de la madrugada, aprovechando el sigilo de la ciudad dormida. No había bebido en toda la noche y sus pastillas seguían intactas. Se sentía un hombre nuevo. Habían pasado tantos años desde que no percibía aquella emoción en el estómago que, de camino, creyó que lo poco que había comido le había sentado mal.

Cuando llegó al andén, de nuevo lleno de viajeros que pasaban con prisas e indiferencia, no halló ni rastro de su ángel. Esperó un par de horas, pero lo único que acudió a su encuentro fue una creciente y asfixiante angustia. Sin ser muy consciente de lo que hacía y llevado por la costumbre, sacó un blister de su bolsillo y comenzó a ingerir pastillas hasta perder la cuenta y la noción del tiempo.

En un momento dado la marea gris pareció disiparse. Entonces apareció el borrón blanco: un abrigo que brillaba como una estrella en una noche oscura. El ángel tenía sus ojos verdes clavados en Rubén, ofreciéndole una sonrisa que destilaba amabilidad. Exactamente como el día anterior.

Rubén, por su parte, le devolvió una mueca torcida, mientras gruesas lágrimas de alivio y verdadera alegría caían desde sus ojos de pupilas dilatadas. Feliz, guardó el blister en el bolsillo.

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