De las segundas primeras veces
Marina Rodríguez Tornero
Ganadora de la XI edición
Si la nostalgia es en general un sentimiento abrumador, hay determinados momentos en los que nos arrasa. Uno de ellos suele ser la noche de fin de año, cuando recapitulamos lo vivido en los últimos doce meses y abrazamos los episodios trascendentes, los recuerdos emotivos y los aprendizajes a un mismo tiempo. Otro clímax de la nostalgia es, sin duda, el final del verano.
Abro las redes sociales estos días y me encuentro una avalancha de fotografías con las que la gente trata de retener los instantes de mayor felicidad de los meses más felices del año que acaban de marcharse, como si publicarlas fuera pulsar un botón de rebobinar para volver a experimentar las sensaciones vividas. Y es que, llegado el final no podemos evitar volver al comienzo. Y es ahí, en esa reflexión, donde la nostalgia se alía con las primeras veces.
Yo, nostálgica incorregible, siempre he sido fan incondicional de las primeras veces. Por otra parte, la sociedad me acompaña, pues es innegable que ocupan un lugar especial en el imaginario colectivo: el primer beso, el primer trabajo, el primer encuentro… Las primeras veces arraigan en la memoria y marcan la cronología de nuestra vida. Las convertimos en películas, en canciones, en añoranza, en cualquier formato, en muchos suspiros… Y poco importan que sean éxito, fracaso o aprendizaje, el cual conlleva, a su vez, un poco de ambos. Todas parecen encerrar cierta magia singular. Quizá por eso añoramos con especial cariño la infancia, cuando fuimos primerizos en todo y cada instante nos regalaba una nueva sorpresa.
De este modo, al llegar un nuevo verano las expectativas me ponen en jaque: ¿será este como el anterior? ¿Lo superará? ¿Me decepcionará? Empiezo a pensar en todos los veranos de los que me acuerdo, las veces anteriores, las primeras, las segundas… Tengo claro que no hay dos veranos iguales, pues las cosas –aunque parezca que ocurra– nunca pasan dos veces del mismo modo. Aun así, el horizonte del nuevo verano siempre reaviva el valor de esa primera vez.
Con este repaso de episodios estivales, me he dado cuenta de que, con frecuencia, las primeras veces cobran valor gracias a las que vienen después. En el momento, algunas nos pillan por sorpresa, o sin perspectiva y no las saboreamos, o nos dan demasiado miedo para detenernos a apreciarlas. De este modo, las primeras veces solo toman valor cuando llegan las segundas o durante su interludio. Y cuando buscamos repetirlas. Y cuando la nostalgia las refuerza. Y cuando ya han pasado y miramos atrás. Por tanto, esas segundas veces son la clave de un modo de vivir.
Reconozco que esas segundas veces siempre me han decepcionado, pero la realidad es que yo misma anhelo repetir: otro paseo más por el muelle, otra fiesta improvisada, inesperadamente emocionante, otro helado de domingo (hasta convertirlo en costumbre semanal)… Y, por favor, que suene otra vez esa canción, aunque sea la centésima vez que la escuchamos.
Las primeras veces me gustan, sí, lo mantengo, pero también me gustan los clásicos. Y el verano es el cóctel molotov por excelencia que contiene primeras veces y clásicos. No obstante, que la nostalgia no nos paralice en el comienzo del curso, lamentándonos por esas primeras veces ya agotadas, sino que nos impulse a vivir todas las nuevas veces que están por llegar.
Parece un mantra sin contenido eso de que hay que vivir cada día como si fuera el último, para lo que se precisa un espíritu aventurero que en la práctica parece escasear. Pues bien, desde una ambición un poco más modesta afirmo que cada día debe ser el primero, porque cuando la nostalgia se convierte en un motor de ilusión, las primeras veces se repiten y nunca se acaban.