Por nuestra Ávila
Claudia López de la Fuente
Ganadora de la XVIII edición
La muralla rodeaba insomne la ciudad de la Corona de Castilla, como un cinturón que protegiera a los ciudadanos. Hacía meses que en Ávila, hasta entonces capital poderosa, se respiraba miedo en el ambiente. Sus moradores sentían que hasta la luna los vigilaba por detrás de las nubes.
Antes de que el ejército partiera al combate contra las huestes moras, escogieron a la mujer del alcalde como gobernadora de la urbe. Aunque aquella inexperta muchacha no tuviese dotes de liderazgo, contaba con el cariño de su pueblo. Cuando los hombres partieron a buscar al enemigo más allá de las montañas, Fernán López Trillo le aseguró desde su caballo:
–Será por poco tiempo, mujer.
López Trillo encabezaba las columnas que tomaron la ruta hacia el puerto de Menga con los estandartes reales. Doña Ximena los vio marchar, angustiada, desde el matacán. Cuando se perdieron el en horizonte, se volvió hacia la torre de la catedral para, con la congoja estrangulada en la garganta, rezarle a la Virgen de la Soterraña para que volvieran victoriosos.
Al anochecer, doña Ximena subió a lo alto de la fortificación. Desde allí contempló las calles vacías de Ávila. Las mujeres, los niños y los ancianos se preparaban para dormir. Por algunas ventanas vio a una doncella mientras tejía, a unos abuelos que comían sopas de pan y a unos hermanitos que, divertidos, jugaban a las tabas. La alcaldesa no pudo reprimir una sonrisa de ternura. Hasta el día anterior ella había sido otra avileña más. Pero todo había cambiado. Se dio media vuelta y escrutó el paisaje a los pies de la muralla. Erguida, observó las montañas que yacían, azuladas, a lo lejos.
Fue entonces cuando la joven escuchó la estampida de los caballos enemigos, que avanzaban con estruendo hacia la ciudad. Los jinetes moros, en pleno furor, querían tomar aquel bastión.
Bajó doña Ximena a toda prisa, entre el retumbar de los cascos, a la garita más cercana para avisar a los centinelas. Al encontrarse los soldados en el frente, la ciudad estaba completamente desprotegida. Tropezó con un saliente rocoso de la muralla, junto a la puerta del Mariscal. Ante los gritos de los infieles, pensó que tendrían que rendirse.
Dos mujeres la vieron. La mayor, sostenía un niño en brazos que parecía haberse despertado con el estrépito de la avalancha. La otra se acercó a levantar a la alcaldesa. Cuando se cruzaron las miradas, doña Ximena comprobó que en vez de expresar temor, aquel rostro mostraba tranquilidad. Se quedó desconcertada, pues aquellas mujeres eran capaces de mantener la calma en mitad de un ataque del enemigo. Al ponerse en pie vio a sus vecinos que salían de sus hogares, a la espera de recibir órdenes por parte de la gobernadora. Ximena entendió que su pueblo estaba dispuesto a defender la ciudad.
–¡Nos atacan! –chilló una anciana.
–Lo sé –comentó la alcaldesa–, pero con vosotros defenderemos la muralla.
–Pero, señora –le salió al paso la sacristana de San Andrés–, no tenemos ninguna posibilidad de resistir. Mírenos… Nuestros maridos se encuentran muy lejos y se han llevado casi todas las armas. ¿De qué seremos capaces un puñado de mujeres y viejos?
La alcaldesa titubeó. Una idea arriesgada empezaba a fraguarse en su mente.
–Los engañaremos –pronunció–. Puede que no tengamos armas, ni experiencia en el campo de batalla, pero nos sobra orgullo para luchar por esta ciudad que tanto amamos. ¡No tomarán nuestra Ávila!
Todos clamaron unánimes al tiempo que se esfumaba cualquier rastro de duda acerca de su capacidad defensiva.
Doña Ximena organizó el plan: las mujeres se vistieron de soldados, los ancianos prendieron antorchas y los niños se hicieron con cacerolas y utensilios de bronce. Todos juntos subieron a la muralla, y desde allí comenzaron a hacer ruido mientras alzaban un bosque de lanzas.
Doña Ximena se plató en la Puerta de San Vicente. Agitó una espada mientras observaba a su gente. Varias mujeres ondearon banderas de la Corona de Castilla, que iluminadas con el fuego crearon sombras inquietantes, al tiempo que los críos retumbaban los cacharros de metal.
–¡Nuestra Ávila! –se repetían.
Los moros, al comprobar que la ciudad se encontraba protegida, pensaron que sus espías los habían engañado. Ni se atrevieron a atacar ni se dispusieron a asediar la muralla. Asustados, se retiraron sin saber que habían sido vencidos por un ejército fantasma liderado por una mujer.
Acabado el ajetreo, la alcaldesa apoyó el casco de su armadura en el suelo, intrigada y sorprendida ante la repentina victoria.
–¡Ha sido un milagro!
Los vecinos, llorando de alegría, se arrodillaban ante ella, que en unas horas se había convertido en otra mujer, en una joven que sabía gobernar.
–¡Por Nuestra Ávila! –volvió a gritar conmovida–. La que nos vio nacer y nos dará sepultura.