Cascabel plateado - Excelencia Literaria

Cascabel plateado

 

Marta Gabriela Tudela

Ganadora de la XIII edición

www.excelencialiteraria.com

 

Paseaba por la calle cuando escuché un sonido que se hizo cada vez más próximo, es decir, un paso más cerca de donde lo había dejado hacía un momento. Así que me di la vuelta, para encontrarme con algunas hojas desparramadas por el suelo y varias niñas que jugaban.

«Habrá sido el viento», asumí.

Continué el paseo sumida en mis pensamientos, para disfrutar de la soledad.

El eco de un domingo adormilado retumbaba en las calles. Los últimos días de marzo son los mejores en esta ciudad: la salida del sol acompañaba al despertar de los pájaros, el reverdecer de los renuevos de los árboles y la aparición de las mariposas, que revoloteaban por todos lados. Olía a limpio en los parques, los viandantes con los que me cruzaba parecían felices y los perros correteaban por las aceras con energía primaveral.

Aquel día no era solo la antesala de mi estación favorita. Coincidía, además, con el cumpleaños de mi abuelo, que es también el mío. Y había llegado el calor que estaba esperando desde hacía seis meses, lo que aumentaba aún mis ganas de pasear.

Conforme me acercaba a casa –mi espacio seguro, la cueva de la que me cuesta salir por las mañanas, cuando toca la hora de ir al trabajo–, escuché otro sonido familiar. Un repiqueteo, un guiño de aceros.

«¿Quién se atreve a sacar brillo a la cubertería de tan buena mañana?», pensé.

Mi barrio es bastante tranquilo. Me crucé con un par de familias con hijos pequeños y unos perros ladradores al final de la avenida; ese fue todo el alboroto. Los vecinos son, en su mayoría, hombres y mujeres de edad avanzada, con aficiones a tiempo parcial y pensión a jornada completa, cuya aventura más salvaje consiste en ir a comprar el periódico en un día lluvioso o salir de caminata vespertina. Los coches parecían haberse extinguido sin sustitutos de motor. Por todo ello, aquel ruido me intrigaba.

Después de un tiempo de cavilaciones y casi dos kilómetros de recorrido, me percaté: pegado a mi mochila, como un mal bicho o una broma sin gusto, portaba un cascabel plateado que acompañaba mis pasos.

«Soy una persona con suerte, después de todo», me dije. «Había olvidado que tengo colgado el llavero».

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