Entre el barro
Isabel Muñoz
Ganadora de la XVI edición
www.excelencialiteraria.com
Tengo recuerdos borrosos de lo que pasó. Parece que he olvidado mi infancia, mi adolescencia, mi recién alcanzada juventud. No sé cómo demonios he llegado a este punto; apenas me acuerdo de nada, como si toda mi existencia se hubiera puesto en pausa.
Oigo gritos alrededor. Me llega el tufo putrefacto que la masa de barro ha dejado por las calles. Veo el desastre. Noto el regusto de la bebida energética que me he obligado a beber. Siento dolor de mis brazos. El cuerpo me pide a gritos un descanso.
Mis cinco sentidos aún funcionan. Muchas personas no han tenido esa suerte.
Quiero pensar que esto no es real, que el lodo que me cubre hasta las rodillas es, en realidad, una cálida manta, que la pala que sujeto y las ampollas que llenan las palmas de mis manos son producto de una pesadilla.
Aparto limo, muevo piedras, retiro escombros. Tras la mugre que las reviste, mis manos están desgarradas y empapadas en sangre. Una voz se acerca junto a uno de mis hombros para sugerirme que me las lave y me ponga unos guantes, para evitar una infección. No estoy segura de si ha sido mi conciencia tratando de romper el tenso silencio que enmudece mis pensamientos, que han dejado paso a un extraño ruido blanco, como de agua que corre, de truenos, de gritos desesperados, como si la riada también se hubiese llevado mi voz interior.
Escucho un crujido y ceden algunos guijarros, que me golpean la frente y la coronilla. Lanzo la pala a un lado. Los golpes han alertando a unos adolescentes que cargan cubos y escobas de gruesas cerdas. Vuelvo a apartar los deshechos de basura con mis propias manos temblorosas, atenazada por un nudo en la garganta y otro en el corazón.
Los muchachos se acercan. Apenas los oigo ofrecerme ayuda, y les respondo con mi silencio. Es mi casa. Es toda mi vida. Tengo que ser yo misma quien retire ladrillo tras ladrillo, piedra tras piedra para encontrar lo que estoy buscando.
El polvo me cubre la vista y me hace toser una vez consigo pasar al interior de la vivienda, que se ha convertido en una ruina húmeda, una burla al sudor y las lágrimas.
Me limpio las gafas con la orla sucia de mi camiseta. Al ponérmelas de nuevo observo el infierno. Me topo con los muebles que acabábamos de comprar, con el sofá donde echábamos la siesta, con la televisión en la que veíamos nuestra serie favorita, con la nevera, el pavimento… todo está cubierto por una pegajosa capa de fango.
Lucho contra el barro, el polvo y el agua estancada. Grito su nombre, una vez, otra y otra vez más, hasta que descubro su mano, que asoma por debajo de una estantería derribada. Es grande, tal como la recordaba, pero sin vida y rebozada en légamo. Sin embargo, en su dedo anular luce la alianza dorada que le coloqué apenas hace un mes.
Ahogada por el llanto, consigo mover el dichoso mueble que lo atrapa. Cuando tomo en brazos su cuerpo sin vida, lo abrazo. Un chillido desgarrando sale de mi garganta. Le pregunto al mundo por qué me lo han arrebatado, por qué no llegué a tiempo a casa antes de que la riada cortara el tráfico para irme con él. Pero el mundo sólo me da su silencio.