Cabo de Palos, tesoros hundidos nunca encontrados, la maldición de un faraón y un santo milagrero

Cabo de Palos, tesoros hundidos nunca encontrados, la maldición de un faraón y un santo milagrero

Ana L. Quiroga

Publicado el - Actualizado

5 min lectura

Cabo de Palos y su entorno, en la Región de Murcia, es, además de espectacular y famoso por su turismo de playa y chiringuito, sorprendente cuando nos sumergimos en su historia y en sus historias.

Su corazón marinero sobrevive en algunas de sus calles de casas bajas y apiñadas y en los hombres y mujeres de la mar que todavía cosen las redes a la vera del puerto en el que conviven yates, barcos escuela y pequeños pesqueros contemplados desde lo alto por su faro, imponente y magnífico, que desde 1865, guía con su luz a los barcos que navegan en las proximidades y los advierte de la presencia de un fondo rocoso altamente peligroso, convertido en tumba de poderosas naves con los valiosos tesoros que transportaban, como el “Espíritu Sancto” que, en 1563, se hundió en esta zona cuando volvía del Caribe cargado de oro y plata.

Cabo de Palos, tesoros hundidos nunca encontrados, la maldición de un faraón y un santo milagrero

El 13 de octubre de 1838, una fortísima tormenta provocó el hundimiento del buque británico “Beatrice” en algún punto de esta costa, entre Cabo de Palos y Mazarrón. Había salido de Alejandría cargado de tesoros provenientes de las tumbas de los faraones, entre ellos, el sarcófago y los restos momificados del faraón Micerino. De la misma manera que existe la creencia de que hay una maldición que provoca la muerte de quienes profanan las tumbas de los faraones, Micerino, parece haber lanzado una propia, evitando que sus restos sen trasladados para terminar expuestos como objeto de observación en un museo británico y a pesar de que los expertos llevan casi dos siglos buscando los valiosos restos del “Beatrice” con la momia del faraón, nadie los ha podido encontrar ni siquiera determinar el lugar exacto del hundimiento.

Entre todos los naufragios que han tenido lugar en las proximidades de Cabo de Palos, el más terrible tuvo lugar en 1906. Un moderno barco italiano de nombre “Sirio”, un avanzado Titanic, encalló en la peligrosa roca de más de 200 metros y a sólo tres de profundidad que figuraba en todas las cartas marinas. El “Sirio” navegaba demasiado cerca de la costa, dicen que porque, además de los pasajeros reconocidos, transportaba de forma ilegal a centenares de personas a las que iba recogiendo en diferentes escalas no declaradas. En su naufragio perdieron la vida 550 personas y podían haber sido más de no haber sido por la heroica reacción de los pescadores cabopalenses que se echaron a la mar inmediatamente. Hoy, un monolito en la base del faro recuerda a aquellos héroes encabezados por Vicente Buigues, que con su barco y su pequeña tripulación logró salvar 250 vidas que se sumaron a otras tantas que fueron rescatadas por otras embarcaciones pesqueras. Lo que no se llegó a rescatar nunca fueron las joyas y objetos valiosos que los pasajeros de primera clase habían guardado en la caja fuerte del barco porque, aunque la caja fue encontrada y estaba convenientemente cerrada, al abrirla la encontraron vacía. Nadie la había forzado, por lo que todavía ahora pervive el misterio sobre quién, que tuviera acceso a su combinación, pudo haberla saqueado.

Cabo de Palos, tesoros hundidos nunca encontrados, la maldición de un faraón y un santo milagrero

El faro es el punto de referencia y desde la base del promontorio en el que se asienta hasta su cima hay que salvar nada menos que 278 escalones, pero la vista desde arriba nos ofrece una panorámica de La Manga del Mar Menor en todo su esplendor, a pesar de la errática política urbanística, con las salinas y la antigua fábrica de procesamiento de sal en ruinas y las islas del Mar Menor y al otro lado el Mediterráneo.

Hoy, frente a esa atiborrada lengua de tierra que es La Manga todavía podemos imaginar a los romanos utilizándola como lugar de aprovisionamiento de agua dulce y a los piratas escondiéndose entre la frondosa vegetación que, al parecer, poblaba entonces la zona. Tal era la exuberancia de aquella vegetación que Felipe II, harto de las felonías de los piratas a los que no conseguía dar caza, ordenó talar todos los árboles y cortar toda planta que levantara del suelo más que el tamaño de un hombre.

Un poco más lejos, casi enterrado bajo la autovía, el Monasterio de San Ginés de la Jara, un lugar que llama poderosamente la atención, como perdido en medio de la nada, rodeado de palmeras que año tras año se van secando y perdiendo sus cabezas, con los edificios de la Manga como telón de fondo. Si sus muros en estado ruinoso desde hace mucho tiempo pudieran hablar, nos contarían la fascinante leyenda del santo que le da nombre.

Cabo de Palos, tesoros hundidos nunca encontrados, la maldición de un faraón y un santo milagrero

Cuentan que San Ginés de la Jara era sobrino de Carlomagno y que se dirigía a Cartagena para, desde allí, peregrinar a Santiago de Compostela. Al parecer, el barco en el que viajaba se vio inmerso en una enorme tempestad, pero él se salvó lanzándose al mar. Cuando, días después reemprendió el camino hacia Santiago, al llegar al Monte Miral, hoy Cabezo de San Ginés, encontró a dos ángeles que se ofrecieron para ayudarle a construir una ermita en la que permaneció hasta su muerte, en medio de una enorme fama de milagrero y protector de niños enfermos, campesinos y pescadores y a donde, milagrosamente regresó cuando, una vez muerto, intentaron trasladar sus restos a su Francia natal. Escribe Fray Melchor de Huélamo en su “Libro primero de la vida y milagros, del glorioso confessor Sant Gines de la Xara” que, desoyendo el deseo del santo de que sus restos permanecieran en el lugar en el que había habitado, predicado y hecho milagros durante la mayor parte de su vida, trasladaron su sarcófago a Francia, pero al llegar, comprobaron que estaba vacío. Sus restos habían vuelto, de manera milagrosa, a la tumba que él había elegido en su particular eremitorio.

Desde hace años, el monasterio, en manos privadas, estaba en un estado deplorable hasta que instituciones como el Ayuntamiento de Cartagena, han forzado una restauración que se está llevando a cabo y que, aunque lenta y visible de momento sólo en el claustro, nos permite percibir la belleza de un monasterio al que acudieron reyes, nobles y plebeyos, atraídos por la fama de su santo y en torno al cual hubo, en su día, hasta nueve ermitas.