La Cartuja de Valldemossa y la Celda número 4, nido de amor de la pareja romántica más rompedora
Pasear esos mismos lugares, sentir en el ambiente el peso de la personalidad y las tribulaciones de quienes lo moraron, estimula la imaginación
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“Tienes que imaginarme así: entre el mar y las montañas en una gran cartuja abandonada, alojado en una celda que tiene las puertas más grandes que las mayores cocheras de París…”. “Me encuentro en Palma, bajo palmeras, cedros, naranjos, limoneros, higueras y granados, de esos que “El Jardín de las Plantas de París no posee sino en sus estufas. El cielo es de color turquesa; el mar, de lapislázuli, las montañas de esmeralda. El aire es lo mismo que el cielo…”
Así describía
en algunas cartas enviadas a su amigo Jules Fontana, la Cartuja de Valldemossa, nacida del antiguo palacio que el rey Jaime II había mandado construir para que su hijo Sancho, aquejado de asma, pudiera recuperar la salud con el aire limpio de la Sierra Tramontana.
Chopin llegó a Mallorca en pleno invierno de 1838, huyendo de un duelo al que lo había retado un antiguo amante de George Sand y, sobre todo, para alejarse del clima frío y húmedo de París que tan mal le sentaba a su delicada salud. Con él, la rompedora George Sand, la mujer que le robó el corazón después de un comienzo poco romántico, porque dicen que cuando se conocieron, él preguntó si la escritora era realmente una mujer al verla vestida con pantalones, fumando y “falta de atractivo” y ella preguntó a su vez si el compositor, tímido, de pelo rizado y apariencia frágil, era una niña. Profundamente enamorados después y alentados por la descripción que el Duque de Montpensier y la misma Isabel II hacían de la isla balear, en pleno viajaron a la isla en la que terminaron alojados en la Cartuja que, tras la desamortización de Mendizábal, “No sabiendo el Estado mallorquín cómo utilizar estas vastas construcciones, había tomado el partido de alquilar las celdas a las personas que quisieran habitarlas antes de que el abandono las acabase de hundir” escribió Sand en su libro “Un invierno en Mallorca”. En ese libro muestra, además, su admiración por el entorno: “Desde esta pintoresca Cartuja se domina el mar por los dos lados. Mientras que se le oye rugir al norte, se le percibe como una débil línea brillante más allá de las montañas que van descendiendo y de la inmensa llanura que se despliega al mediodía; cuadro sublime, limitado en el primer llano por rocas negras, cubiertas de pinos; en el segundo por montañas de perfil atrevidamente recortado y franjeado de árboles soberbios; en el tercero y en el cuarto por mamelones redondeados que el sol poniente dora con los más cálidos matices…”.
La pareja, acompañada de los hijos de ella, se alojó en la que hoy es la Celda número 4. En ella, nos recibe todavía hoy el mismo piano al que las manos prodigiosas del compositor polaco le arrancaron melodías memorables, poniéndole así banda sonora a una de las historias de amor más rompedoras de la época, aunque cada uno de ellos la percibía de una forma diferente.
Sand la describía como un lugar relativamente acogedor, “las tres piezas que la componían eran espaciosas, abovedadas con elegancia y ventiladas por el fondo con claraboyas acristaladas, todas distintas y de un hermoso dibujo”, mientras escuchaba en rigurosa primicia algunas de las creaciones de Chopin: “El piano Pleyel, arrancado a las manos de los aduaneros después de tres semanas de entrevistas y de 400 francos de contribución, llenaba la bóveda elevada y resonante de la celda con un sonido magnifico…”.
Chopin, por su parte, encontraba esa celda más o menos soportable, acorde a su estado de ánimo, y lo mismo la describía como “una encantadora cartuja enclavada en el país más bello del mundo”, que, tal vez llevado por la melancolía que le producían sus propias dolencias y, a pesar de que aquí compuso algunas de sus obras más hermosas como “La gota de agua”, le resultaba un lugar lúgubre: “Mi celda tiene la forma de un ataúd de gran tamaño, con las bóvedas recubiertas de polvo y una ventana, pequeña, que da sobre naranjos, palmeras y cipreses… Impera una calma absoluta; se puede gritar muy fuerte sin que persona alguna pueda oírte. En una palabra, te escribo desde un lugar muy extraño”.
Si las paredes de esta Cartuja, nacida como palacio para curar a un niño, pudieran hablar, nos contarían que aquí, además Chopin y Sand, se alojó San Vicente Ferrer cuando, a petición popular, acudió a predicar a Mallorca; que fue prisión para Jovellanos que llegó con el castigo de ser "Privado de papel, pluma, lápiz, tintero u otra cosa con que pudiera escribir"; o que llenó de asombro a Unamuno, hasta el punto de que llegó a decir que “Valldemossa es el más célebre que como paisaje y lugar de retiro y de goce apacible de la naturaleza tiene Mallorca”.
“También Rubén Darío pasó en Valldemossa una temporada en sus últimos, tristes y torturados años, acaso la última temporada en que gozó de alguna paz”, escribió Don Miguel de Unamuno y, efectivamente así fue, porque el poeta nicaragüense, llegó aquí huyendo de los demonios de la profunda depresión en la que estaba sumido, y que reflejó en alguno de sus poemas: “Vago con los corderos y con las cabras trepo / como un pastor por estos montes de Valldemossa / y entre olivares pingües y entre pinos de Alepo / diviso el mar azul que el sol baña de rosa…”.
Hoy, pasear esos mismos lugares, sentir en el ambiente el peso de la personalidad y las tribulaciones de quienes lo moraron, estimula la imaginación, aunque como escribió George Sand: “Por lo que a mí me toca, diré que nunca he sentido mejor la nulidad de las palabras, que en estas horas de contemplación pasadas en la Cartuja”.