¿Qué es la farmacovigilancia y por qué la carrera por la vacuna contra el COVID-19 puede ser contraproducente?
La incertidumbre rodea el trabajo de los científicos que se afanan en conseguir una vacuna contra el coronavirus: plazos, tipos, efectos secundarios, distribución...
Publicado el - Actualizado
3 min lectura
“Recoger, vigilar, investigar y evaluar la información sobre los efectos de los medicamentos, productos biológicos, plantas medicinales y medicinas tradicionales, con el objetivo de identificar información sobre nuevas reacciones adversas y prevenir los daños en los pacientes”. Es la definición que la Organización Mundial de la Salud aporta sobre la farmacovigilancia, una ciencia que se presenta clave en el devenir de los acontecimientos relativos al coronavirus.
El objetivo está claro: encontrar una vacuna que nos proteja contra la enfermedad. No obstante, la empresa dista mucho de ser sencilla. De hecho, ni siquiera los propios científicos tienen la verdad absoluta sobre cuál es la solución más certera en estos momentos. Por un lado, la lentitud no es aconsejable ante una pandemia. Por otro, lograr avances de forma demasiado precipitada también puede resultar fatal.
Así, la vía de la calma (una versión debilitada del virus) y la de la rapidez (vacunas que no cuentan con el virus al completo) se enfrentan en una batalla, aunque ganada por la segunda, muy compleja. A pesar de que se han logrado candidatos a vacuna en un tiempo récord, las dudas son tendencia. ¿Qué pasa si los ensayos salen mal y se pone en riesgo a los voluntarios de turno? ¿Quién se tiene que beneficiar antes del resultado de la investigación ganadora? ¿Cuánto habrá que esperar y cuánto es recomendable hacerlo?
Por supuesto, ya hay varias opciones de vacuna encima de la mesa: ARN (mensajero de la información genética), ADN, virus inofensivos, suministros masivos de proteína espiga (para producir anticuerpos)... Eso sí, a día de hoy no se puede decir cuál es más prometedora ni cuántas posibilidades hay de que funcionen: la realidad podría ser tan terrible como para darse el caso de que ninguna lo haga. De ahí podría surgir, al demorarse la llegada del éxito sanitario que todos esperamos, la posibilidad de que el distanciamiento social se mantenga hasta 2022.
Los posibles efectos secundarios, otro foco de inquietud
Por otro lado, parece que no haría falta lanzar nuevas vacunas una vez que ya haya alguna exitosa: el coronavirus podría ser bastante estable en lo genético. Es la mayor esperanza a la que agarrarse y que da pie a hablar, en las previsiones más optimistas, de septiembre o el invierno como posibles fechas para el lanzamiento de una vacuna acertada.
Sin embargo, las incertidumbres continúan imponiéndose en la cruzada de la farmacovigilancia asociada al COVID-19. Ahí está el peligro de los efectos secundarios, como ocurrió con la gripe porcina de 2009. Entonces, la vacuna GSK Pandemrix, que se administró a millones de personas, provocó narcolepsia en uno de cada 55.000 pinchazos.
Ya en la actualidad, se genera el dilema siguiente a nivel de cada individuo: confiar en una vacuna experimental o exponerse al riesgo de infección. Una segunda opción que no es descabellada para muchos en el caso de la gripe. Aunque, como ya ha quedado más que demostrado en las últimas semanas, el coronavirus la supera con creces en cuanto a incidencia.
Por no hablar de que no está nada claro si la distribución de la vacuna debe correr a cargo de las grandes multinacionales farmacéuticas o de los diferentes Gobiernos nacionales. Eso en cuanto al quién, porque si esa difusión debe ser nacional o mundial, el cómo, tampoco se ha resuelto a día de hoy.
Los interrogantes son muchos, y el tiempo no deja de correr. Mientras los ciudadanos reflexionamos una y otra vez al hilo de la pandemia, los científicos lo hacen el doble o el triple. Vencer al virus está en los pensamientos de todos. Aunque la tarea más comprometida, arriesgada, imprescindible y dura de todas corre a cargo, ahora y en lo que esté por venir, de la farmacovigilancia.