Europa merece la pena
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Madrid - Publicado el - Actualizado
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La Europa de la posguerra fue la materialización de un ideal. El ideal de libertad frente al poder opresivo de los Estados, el ideal de justicia frente al descontrol económico, el ideal de solidaridad frente a los conflictos fratricidas. Han pasado setenta años y abundan las fuerzas políticas y sociales tan interesadas en ofrecer una imagen elitista y descarnada del proyecto europeo como en vaciar de sentido su razón de ser. Las raíces judeocristianas de Europa, junto a la tradición grecorromana y a la filosofía de los derechos humanos, han hecho posible que los pueblos de Europa hayan alumbrado una cultura política y jurídica de la que ha nacido el Estado de Derecho y la Democracia.
En las elecciones del 9 de junio se pone en juego un proyecto institucional y un modo de entenderlo. Europa no es un proyecto acabado y es legítimo discrepar de sus derivas mercantilistas, del peso de una burocracia asfixiante o del olvido de la participación ciudadana. Elegir a los diputados al Parlamento europeo no es el único modo de participación cívica, pero sí es un acto de enormes consecuencias. Participar es asumir la parte que a cada uno le corresponde en la construcción del bien común de los pueblos de Europa tanto en materia de política agraria, regulación de las tecnologías emergentes, industrialización y apertura a nuevos mercados, como en política exterior y militar, o en todo lo que se refiere a la defensa y cuidado de la democracia misma. Buscar una política de bloques y traicionar los ideales de libertad que nutrieron el proyecto europeo es un suicidio colectivo que, lejos de neutralizar los efectos de una globalización descarnada, dejaría a los europeos más solos, más aislados y más indefensos.