Madrid - Publicado el - Actualizado
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No ha pasado una semana y el gobierno de Pedro Sánchez se ha encontrado ya con una primera sorpresa que empaña su buena imagen de gobierno regenerador. El ministro de Cultura, Màxim Huerta, fue condenado a pagar a Hacienda unos trescientos cincuenta mil euros por utilizar entre los años 2006 a 2008 una empresa para defraudar al fisco. Una vez conocida la noticia, el ministro ha reconocido los hechos aclarando que “hubo una regularización, pagué lo correspondiente y asunto cerrado”. A esto se suma una serie de tuits en los que el actual responsable de cultura hacía afirmaciones tales como que “estar al día con Hacienda ya no se lleva”. Frases cargadas de una frivolidad que casa mal con la responsabilidad de un ministro.
Las reacciones ante la noticia no se han hecho esperar. Pablo Iglesias, siempre atento para aprovechar la jugada, ha pedido rápidamente la dimisión de Huerta, que también ha reclamado el Partido Popular. Aunque Màxim Huerta haya querido quitar hierro al asunto, no estaría de más que Pedro Sánchez aclare si conocía que su ministro de Cultura había sido condenado por defraudar a Hacienda y que, como dice la sentencia, había actuado “sin buena fe en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales”. Sánchez ha pretendido hacer de la limpieza un emblema de su Ejecutivo, pero ha empezado pronto a comprobar que no es tan sencillo asegurarla. La creativa búsqueda de perfiles mediáticos para sus ministros debía haber tenido en cuenta también la forma en que respondieron a sus obligaciones como simples ciudadanos.