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Un seminario sobre eutanasia y cuidados paliativos reunía el viernes en el Congreso de Diputados a expertos de varios países. El tono lo resumía bien un doctor de Vizcaya, quien aseguró que, tras casi 25 años trabajando en cuidados paliativos, jamás se ha encontrado con un paciente que le haya pedido ayuda para suicidarse, y sí, en cambio, muchos que querían ayuda para no sufrir. La eutanasia es, en la inmensa mayoría de los casos, un debate artificial para los enfermos y para sus familiares.
Una vez que adquiere naturaleza legal en un país, se inicia una peligrosa pendiente deslizante, y se va afianzando como espada de Damocles sobre todos aquellos que alguien siente que estorban. A la misma hora que tenía lugar este seminario, el Papa advertía sobre los estragos de una cultura donde la persona vale en función de su «eficiencia y su productividad». Por el contrario, una mirada humana y compasiva sobre los enfermos terminales pone el foco en el acompañamiento. La solución que pedían los expertos convocados por las Federaciones One of Us y Jerome Lejeune es una ley integral de atención al final de la vida. La medicina cuenta hoy con medios suficientes para mitigar el dolor. Y existiría además un consenso social y político prácticamente unánime para facilitar que las familias puedan dar la mejor atención y acompañamiento a sus seres queridos en estas circunstancias. Si, pese a todo, hay quien se empeña en explorar la vía de la eutanasia, la única explicación es su empecinamiento ideológico.