Madrid - Publicado el - Actualizado
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El triunfo de la extrema derecha en la primera vuelta de las elecciones presidenciales austríacas es todo un síntoma de la enfermedad política que empieza a agravarse en Europa. No es un caso aislado, conocemos lo sucedido en Grecia o en Francia, por ejemplo, ni se puede circunscribir tampoco a una ideología concreta. El fenómeno se encuadra en el auge de los populismos de todo signo que pescan votos en el contexto revuelto de una crisis, que antes que económica es moral y existencial. Por primera vez en la historia democrática austríaca la Presidencia de la República no estará en manos socialdemócratas ni democristianas, cuya coalición de gobierno aglutinaba en tiempos hasta el 80% de los votos. Estos partidos tienen que hacer su particular autocrítica, pues desde hace años no han sabido conectar con las preocupaciones de los ciudadanos. Norbert Hofer, cabeza de un partido populista, xenófobo y antieuropeísta, se disputará la más alta magistratura austriaca con el candidato ecologista Alexander Van del Bellen. La situación no puede ser más alarmante, porque el caso austríaco podría tener un efecto contagio en otros países. Este resultado subraya la necesidad de que Europa vuelva a sus raíces fundacionales y comprenda que populismo y el nacionalismo no son la respuesta para la crisis que atravesamos.