Críticas de los estrenos de cine del 8 de noviembre

Análisis de los estrenos de cine de esta semana: Jerónimo José Martín comenta “El juego de Ender”, “The Berlin File”, “Un cerdo en Gaza”, “Séptimo”, “Alpha”, “La cabaña en el bosque”, “El último exorcismo: Parte II”, “Somos los Miller”, “Stockholm”, “Frontera”, “Esto no es una cita”, “El efecto K. El montador de Stalin” y “Aún hay tiempo”.

El juego de Ender

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

24 min lectura

En un futuro más o menos cercano, la Tierra es brutalmente atacada por una poderosa raza alienígena, los Insectores, que provocan cientos de millones de muertos. Todo se habría perdido sin la temeraria actuación del legendario Mazer Rackham (Ben Kingsley), Comandante en Jefe de la Flota Internacional. En previsión de un próximo ataque de los Insectores, el Ejército Internacional estudia a fondo la experiencia de la anterior guerra, y llega a una sorprendente conclusión: los más eficaces combatientes de los Insectores son los niños. De modo que el estricto Coronel Hyrum Graff (Harrison Ford) y la cariñosa psicóloga Gwen Anderson (Viola Davis) buscan por todo el mundo a chicos y chicas que aúnen inteligencia, valentía, responsabilidad, autocontrol, capacidad para trabajar en equipo y dotes de mando. Así encuentran a Ender Wiggin (Asa Butterfield), un preadolescente muy listo, pero aparentemente frágil y tímido, que enseguida muestra su fuerte personalidad. Él podría ser el próximo Comandante en Jefe de la Flota Internacional, pero antes deberá pasar por la galáctica y exigente Escuela de Guerra, y por la exclusivísima Escuela de Alto Mando.

El actor, director y guionista sudafricano Gavin Hood (“Tsotsi”, “Expediente Anwar”, “X-Men orígenes. Lobezno”) adapta con brillantez el primer libro de la popular saga literaria juvenil, iniciada por el estadounidense Orson Scott Card en 1985. En su relato del proceso de maduración del joven protagonista, el guion mezcla elementos no demasiado originales. Pero acierta al dosificarlos con un ritmo progresivo —quizás algo acelerado en su desenlace— y, sobre todo, al dotarlos de una gran intensidad dramática y de una lúcida perspectiva moral, que captan el interés del espectador de principio a fin. Así, el nítido aire militar de su arranque —elogioso de las virtudes básicas, como necesarias en cualquier líder— se va transformando en una certera crítica al belicismo en general y, en concreto, al excesivo recurso a las armas de la política exteriores de Estados Unidos y otros países occidentales, que tienden a no agotar ni de lejos los recursos pacíficos. De ahí que el propio Ender se recuerde a sí mismo —para meditarla— una frase que le escribe a su hermana Valentine: “Cuando conozco a mi enemigo lo suficientemente bien como para derrotarle, le quiero. Y entonces, cuando le quiero, le destruyo”.

Formalmente, Hood se luce en las espectaculares secuencias de entrenamientos y batallas, resueltas con un impactante empleo de los efectos estereoscópicos, sobre todo de ingravidez. Pero no se queda nunca en los puros fuegos de artificio, y cuida que todos los personajes desarrollen con claridad y vigor su respectivo arco psicológico. En este sentido, todo el reparto se toma muy en serio a sus personajes, tanto las estrellas —Harrison Ford, Ben Kingsley, Viola Davis…— como los jóvenes valores Asa Butterfield, Hailee Steinfeld y Abigail Breslin, que se consolidan entre los mejores actores de su generación. Queda así un más que notable drama de ciencia ficción, especialmente apropiado para el público juvenil, pero que gustará también a los adultos. Y es más que probable que sea el inicio de una nueva franquicia de larga duración. Bienvenida sea.

En un hotel de Berlín se lleva a cabo una venta de armas ilegales entre norcoreanos, árabes y rusos. La reunión termina en caos con la aparición del oficial del Mossad Dagan Zamir (Pasquale Aleardi) y de un agente fantasma norcoreano llamado Pyo Jong-seong (Ha Jung-woo), cuya esposa Yeon Jung-hee (Gianna Jun) trabaja como intérprete de Ri Hak-soo (Lee Geung-young), el turbio Embajador de Corea del Norte en Alemania. Vigilando la operación está el jefe de la Inteligencia surcoreana Jung Jin-soo (Han Suk-kyu), que intenta descubrir, con la ayuda de la CIA, si el fantasma es en realidad un agente doble o está preparando una importante misión secreta, relacionada con las cuentas bancarias del embajador. Mientras tanto, el jerifalte norcoreano Dong Joong-ho (Myung Gye-nam) envía desde Pyongyang a su propio hijo Myung-soo (Ryoo Seung-bum), un joven e implacable agente secreto. Su misión es investigar al Embajador, a su secretaria y al propio Jong-seong, pues dudan de la fidelidad de todos ellos a la causa comunista.

Descrita por muchos críticos como “El caso Bourne” en versión coreana, esta sensacional película de acción y espionaje ha sido la más taquillera del año en Corea del Sur, donde ha recaudado casi 50 millones de dólares tras ser vista por 7 millones de espectadores. En buena medida, ese buen resultado se debe al tirón popular de la estrella de acción coreana Ha Jung-woo, protagonista de películas como “The Yellow Sea” o “Nameless Gangster”. Pero también hay que reconocer los enormes méritos del director y guionista Ryoo Seung-Wan (“Arahan”, “The City of Violence”), que despliega una trama algo compleja y trepidante, pero muy matizada en su definición de personajes, poco maniquea y enriquecida con fuertes conflictos dramáticos, que humanizan sus perfiles más arquetípicos y atenúan la hiperrealista violencia de muchas situaciones. Además, las peleas, persecuciones y refriegas están magistralmente coreografiadas, filmadas y montadas, de modo que cabe incluirlas en las antologías del género. Todo ello, con incisivas críticas a la codicia y el ansia de poder de los políticos de todos lo pelajes ideológicos, y sin que el peculiar sentido del humor coreano —esta vez, muy mitigado— devalúe el conjunto. En fin, todo un modelo de cómo hacer cine de acción de primera categoría.

Jafaar (Sasson Gabay) es un humilde pescador palestino de Gaza, que sobrevive malamente, con su mordaz esposa Fátima (Baya Belal), en una destartalada casa cuyo tejado está ocupado permanentemente por dos soldados israelíes. Un día, Jafaar pesca con sus redes un pequeño cerdo vivo, al parecer de origen coreano, caído seguramente desde un barco mercante. Como buen musulmán, su primera reacción es deshacerse rápidamente de ese animal impuro. Pero su crítica situación económica le lleva a ocultar al cerdo como puede y a intentar venderlo en secreto, sobre todo cuando se entera de que los colonos judíos de un asentamiento cercano crían cerdos no sabe con qué propósitos. Así, llega a un ventajoso acuerdo con Yelena (Myriam Tekaïa), una veterinaria judía a la que le interesa el semen del cerdo encontrado por Jafaar, para inseminar a las hembras que ella cuida. Muy pronto, la rocambolesca situación genera reacciones extremadas a uno y otro lado de la frontera.

Esta divertida fábula moral y picaresca, dirigida por el francés de origen uruguayo Sylvain Estibal —guionista de “El último vuelo”—, ganó el Premio del Público en el Festival de Tokio 2011 y el César 2012 al mejor primer filme. Está protagonizada por el veterano Sasson Gabay, que ya lideró el reparto de la espléndida “La banda nos visita”, otro acercamiento cómico y pacifista al conflicto en Tierra Santa. Aquí, el actor israelí de origen iraquí vuelve a lucirse encarnando magistralmente la angustia de su patético personaje, al borde de la indigencia y situado entre los peligrosos fuegos cruzados de los palestinos y los israelíes más radicales. Afortunadamente, la película opta a su manera por la esperanza, a través de un humor negro, grotesco y surrealista, que alcanza su cénit cuando algunos pretenden convertir al protagonista en un mártir fundamentalista. Este enfoque ligero quizás irrite a algunos (o muchos) palestinos y a algunos (o muchos) israelíes; pero, en general, resulta amable e inocente, sarcástico y tierno a la vez, y subraya certeramente lo absurdo de los odios ancestrales, lo ineficaz del recurso a la violencia terrorista y la necesidad de crear entre los enemigos cauces de entendimiento y paz duradera.

Mientras conduce su auto, el abogado bonaerense Sebastián Roberti (Ricardo Darín) despacha con su jefe sobre un caso de corrupción política, calma a su angustiada hermana —que le informa sobre las nuevas amenazas de su ex novio— y tontea con su secretaria, invocando su casi recuperada libertad, pues está en trámites de divorcio de su esposa española Delia (Belén Rueda). Como cada día, estaciona cerca de un antiguo edificio de la calle Brasil, donde vive su mujer con los dos pequeños hijos del matrimonio, Luna y Luca, que todavía confían en que sus padres se reconcilien. Como cada día, Delia se va a trabajar, y Sebastián se dispone a llevar a los niños al colegio. Y, como cada día, padre e hijos juegan “a ver quién llega antes”: los niños bajan por las escaleras; él, en el ascensor. Un inocente divertimento que a Delia no le gusta.

Ese día, Sebastián llega el primero al piso de abajo, pero los niños no están. No están ni allí, ni en su casa, ni en ningún sitio. El miedo empieza a aflorar cuando una llamada telefónica le catapulta al horror: un misterioso secuestrador pone precio a la liberación de sus hijos. Sebastián deberá calmar a su jefe Marcelo Goldstein (Jorge D’Elía), lanzar a la acción a su colaborador El Rubio (Guillermo Arengo) y superar sus paranoias iniciales hacia el pasmado portero del edificio (Luis Ziembrowski), el seco Comisario Rosales (Osvaldo Santoro) y varios vecinos poco convencionales. Para, finalmente, asumir la fragilidad de su mundo y decidir hasta dónde está dispuesto a llegar para recuperarlo.

A pesar de su atmósfera agobiante, a esta coproducción hispano-argentina le falta un punto de emoción y le sobran algunas incoherencias y pistas falsas, generadas seguramente porque el director y guionista navarro Patxi Amezcua (“25 kilates”) se afana por alimentar la intriga a lo largo de todo el metraje. De todas formas, compensa esos leves defectos a través de una sólida puesta en escena, con fuertes ecos del estilo Hitchcock, pero sin demasiados efectismos visuales y en la que saca partido dramático al bello y luminoso edificio en el que transcurre casi toda la acción. Además, su cámara nunca se olvida de los personajes, y se esfuerza por captar sus más mínimos gestos para esbozar sus fuertes conflictos interiores.

En este sentido, Ricardo Darín vuelve a realizar una interpretación espléndida, confirmando sus amplísimos recursos en los numerosos primeros planos de su desesperado personaje. Por su parte, Belén Rueda se muestra convincente en su fría caracterización, los niños añaden frescura, inocencia y naturalidad, y los demás secundarios mantienen una incómoda ambigüedad. Todo esto —bien envuelto por la neutra fotografía del argentino Lucio Bonelli y la inquietante partitura del murciano Roque Baños— capta la atención del espectador y convierte “Séptimo” en un notable thriller psicológico, más dramático de lo habitual, y que consolida la buena salud del género en el reciente cine argentino y español.

Tres jóvenes amigos se ven obligados a separarse tras un atraco frustrado a una carnicería musulmana de Barcelona. Ocho años más tarde, la vida los vuelve a unir a pesar de haber tomado caminos muy distintos. Tras perder lo que más quería, Eric (Miquel Fernández) sale por fin de prisión con intención de regenerarse y trabajar legalmente. Por su parte, Toni (Álex Barahona) dejó de vivir al margen de la ley, y se ha convertido en un prestigioso policía, casado y con una hija. Finalmente, Tom (Juan Carlos Vellido) sigue por el mal camino y, de hecho, es el capo de una banda de criminales que actúa con la complicidad de algunos policías de la ciudad. La llegada de un importante cargamento de drogas detonará su trágico reencuentro.

El documentalista catalán Joan Cutrina (“Cara al mar”, “Professional, the Most Dangerous Bank Robbers in Spain”) muestra buen pulso en este su primer largometraje de ficción, libremente inspirado en hechos reales que el cineasta leyó en un periódico. Financiada por micromecenazgo, la película padece a ratos una cierta carencia de medios, así como diversas irregularidades narrativas e interpretativas, habituales en un debutante. Además, carga la mano en un desagradable lenguaje barriobajero y en un tratamiento puntualmente sórdido de la violencia y el sexo. Sin embargo, el resultado final es estimable, pues incluye brillantes secuencias de acción, y asienta la trama en el dilema moral entre amistad y responsabilidad que afrontan los protagonistas, interpretados con suficiente convicción y veracidad. Incluso, para reforzar esas cualidades, se ha incluido entre los secundarios a varios no actores relacionados con el submundo criminal de la Ciudad Condal. Menos acertada resulta la incorporación en pequeños papeles de famosos como el chef Sergi Arola o el escritor Daniel Estulin, autor de la saga literaria sobre el Club Bildelberg. Queda, en todo caso, una correcta película, que consolida el auge del género policíaco en España tras el éxito de filmes como “Celda 211”, “No habrá paz para los malvados” o “El cuerpo”.

El estadounidense Drew Goddard —productor ejecutivo de las series televisivas “Alias”, “Lost: Missing Pieces” y “Perdidos”— debuta como director con esta singular película de fantaterror, coescrita y producida por el neoyorquino Joss Whedon, coguionista de “Toy Story”, “Titan A.E.” y “Atlantis: El imperio perdido”, y coguionista y director de “Serenity”, “Los Vnegadores” y la nueva versión modernizada de “Mucho ruido y pocas nueces”, todavía sin estrenar en España. Goddard aprovecha al máximo un ajustado presupuesto de 30 millones de dólares, y da una imaginativa vuelta de tuerca —con toques de ciencia-ficción al estilo de El Show de Truman— al tópico argumento de slasher, con grupo de jóvenes variopintos en caserón perdido y enfrentados a una muerte inminente y brutal.

Dana (Kristen Connolly), Curt (Chris Hemsworth), Jules (Anna Hutchison), Marty (Fran Kranz) y Holden (Jesse Williams) son cinco estudiantes universitarios que se van a pasar varios días de vacaciones a una cabaña perdida en un bosque, perteneciente al primo de uno de ellos y sin medios de comunicación con el exterior. Una vez allí, los jóvenes encuentran en el sótano una extraña colección de reliquias, entre las que destaca el supuesto diario de la antigua familia de psicópatas que ocupó la casa. Uno de los jóvenes lee en alto una frase en latín, que libera de sus tumbas a la siniestra familia, unos violentísimos zombies que intentarán asesinar a los chicos uno tras otro, y de las formas más crueles. Lo que no saben ellos —pero sí el espectador— es que todo eso está siendo observado, controlado y comentado por los técnicos de una misteriosa organización, liderados por los frívolos Sitterson (Richard Jenkins) y Hadley (Bradley Whitford), que manejan a los jóvenes protagonistas como si fueran marionetas.

Como casi siempre en este subgénero, resultan criticables sus numerosas secuencias de violencia sanguinolenta y sus bobas concesiones obscenas. Pero, esta vez, su convencional arranque —a lo “Posesión infernal” o “Viernes 13”— decanta en un desenlace delirante e hilarante—con invocación final al tétrico universo literario de H.P. Lovecraft—, que funciona muy bien como inquietante constatación del cierto auge de un deshumanizado neopaganismo, como metacinematográfico homenaje cómico a todos los grandes monstruos del género de terror —en la línea de la primera entrega de la saga “Scream”— y como dura crítica a la creciente y malsana morbosidad de los medios de comunicación, que exigen sacrificios humanos como los que muestra esta película.

Hace tres años, el alemán Daniel Stamm triunfó en Hollywood con “El último exorcismo”, modesto pero supertaquillero falso documental, a medio camino entre “El proyecto de la bruja de Blair” y “Rec”, y muy bien producido por el especialista Eli Roth. De arranque ateo e inquietante desenlace sobrenatural, aquella película mantenía la tensión en su retrato de una frágil adolescente, huérfana de madre, supuestamente poseída por el demonio. Y, además, obligaba al espectador a profundizar en sus convicciones religiosas y en otros temas importantes. Ahora da continuidad a aquella historia el canadiense Ed Gass-Donnelly (“This Beautiful City”, “Small Town Murder Songs”) en “El último exorcismo: Parte II”, producida de nuevo por Roth, pero esta vez con resultados decepcionantes.

Poco después de su terrorífica experiencia diabólica, Nell (Ashley Bell) es encontrada sola y aterrorizada en una zona rural de Louisiana. De vuelta a la apacible Nueva Orleans, la joven se da cuenta de que hay fragmentos de los últimos meses que no logra recordar. Mientras Nell inicia el difícil proceso de rehacer su vida —con la ayuda de su encantadora amiga Cecile (Tarra Riggs)—, el maléfico poder que la poseyó regresa con otro plan aterrador, que hará de su primera posesión un mero ensayo de lo que está por venir.

Gass-Donnelly abandona el casi permanente plano subjetivo de la primera entrega, y despliega una realización muy convencional, más dramática que terrorífica, eficaz en sus sustos, pero sin personalidad propia y de escasa tensión. Por lo demás, los actores cumplen sin más, y se suceden las truculencias y contorsiones habituales en el género, sin aporta nada nuevo ni plantear al espectador nuevas cuestiones existenciales o religiosas. De hecho, su guion resulta aburrido, con diálogos muy pobres y secundarios sin personalidad, que a veces provocan situaciones cómicas no pretendidas. Además, resulta desagradable en su descripción del demoniaco despertar sexual de la protagonista. Queda así una película más de terror, perfectamente olvidable, cuyo principal potencial dramático son sus estrepitosos efectos de sonido.

David Burke (Jason Sudeikis) es un traficante de marihuana de poca monta al que le roban todo el material y el dinero, quedándose sin nada para pagar a su inflexible abastecedor, Brad (Ed Helms). Para salvar su vida, David deberá convertirse en contrabandista de drogas a gran escala, trayendo desde México el nuevo envío de Brad. A David no le queda más remedio que pensar un buen plan: crear una familia falsa para pasar desapercibidos. Así que ficha como esposa a Rose (Jennifer Aniston) —una vecina que es stripper—, y como hijos a la vagabunda antisistema Casey (Emma Roberts) y al pringado Kenny (Will Poulter).

El sugerente planteamiento de esta comedia disparatada podría haber dado mucho de sí. Pero, salvo en algún gag disperso y en ciertos apuntes sugerentes en torno al valor de la familia, el previsible guion de Sean Anders, Steve Faber, Bob Ficher y John Morris, y la perezosa realización del californiano Rawson Marshall Thurber (“Cuestión de pelotas”, “Los misterios de Pittsburgh”) se limitan a hilvanar sin pies ni cabeza gruesos golpes de humor, la mayoría de contenido fuertemente sexual, al tiempo que entre líneas parecen defender frívolamente la legalización de las llamadas drogas blandas. Resulta patético ver a la actriz Jennifer Aniston rebajándose hasta límites insospechados de vulgaridad e histrionismo. Será que necesitaba dinero.

En 2008, el madrileño Rodrigo Sorogoyen dirigió con Peris Romano la mediocre comedia “8 Citas”. Ahora debuta en solitario con “Stockholm”, que triunfó en el Festival de Málaga 2013, donde ganó las Biznagas de Plata a mejor director y actriz, así como el Premio ALMA al mejor guion novel, el Especial del Jurado Joven, el Signis de la Asociación Católica Mundial para la Comunicación y una mención especial de la Critica. Sin despreciar las virtudes del filme, parece excesivo tanto galardón.

“Todo ocurre durante una noche. Una noche cualquiera para e?l. Una noche decisiva para ella. Pero aunque ellos no lo saben, despue?s de esa noche, seguira?n unidos para siempre”. Así sintetiza la sinopsis oficial la compleja relación que desarrollan durante unas horas un chico (Javier Pereira) y una chica (Aura Garrido), que se conocen en una céntrica discoteca de Madrid, duermen juntos tras una noche de buen rollo, inacabable charleta y seducción mutua, y descubren a la mañana siguiente cómo son cada uno en realidad.

Ciertamente, Aura Garrido y Javier Pereira derrochan naturalidad en su declamación de los frescos diálogos sobre lo humano y lo divino, cercanos en su planteamiento a los de la saga melodramática de Richard Linklater, iniciada en 1995 con “Antes del amanecer”. Y Sorogoyen los filma con vigorosa cámara en mano y cierto sentido de la progresión narrativa y psicológica. Pero, en realidad, el nocturno parloteo de los dos únicos personajes, además de poco sustancial, no aclara casi nada su interioridad y sus motivaciones. De modo que el brusco cambio de actitud que ambos sufren a la mañana siguiente resulta abrupto y poco justificado, como si fueran dos personajes completamente distintos. El espectador intuye cosas, imagina otras, se ríe con los cómicos pasajes nocturnos, sufre con la bronca matutina... Incluso llega a pensar si no será todo una especie de parábola sobre los vaivenes del amor, el feroz individualismo que nos domina o el síndrome de Estocolmo —por el título— aplicado a las relaciones cotidianas, en cuanto que a veces desarrollamos vínculos afectivos hacia las personas que secuestran o aprisionan nuestros sentimientos más íntimos.

Quizás lo más ajustado sea considerar “Stockholm” como un chispeante ejercicio de estilo, con interpretaciones excelentes y algunos pasajes visualmente vistosos, pero limitado en sus planteamientos antropológicos de fondo, demasiado descarnado en su lenguaje callejero, y artificiosamente exhibicionista en secuencias como el striptease nocturno del chico o el aseo matutino de la chica. En todo caso, habrá que seguir la trayectoria de Rodrigo Sorogoyen, pues apunta cualidades para hacer cine del grande.

En el salón de actos de una prisión, el grupo de teatro —compuesto por seis presos y ocho funcionarios y personas del exterior— ensaya una versión de “Doce hombres sin piedad”, del estadounidense Reginald Rose. De pronto, suena una alarma, que indica el aislamiento de los módulos. Pronto sabrán la razón: una epidemia de origen desconocido. El lento paso del tiempo, la falta de información y el temor a un posible contagio pondrá a prueba la fortaleza de cada uno, sacará a la luz sus grandezas, miserias y prejuicios, y los pondrá al borde de la catarsis.

Cae simpática esta modesta y claustrofóbica película del catalán Manuel Pérez Cáceres (“L’hora del pati”), protagonizada por presos y educadores reales del centro penitenciario barcelonés de Quatre Camins, completados con varios actores profesionales. Los elogiables esfuerzos de ellos y el director generan un relato seco y directo, con unas cuantas situaciones de gran veracidad e intenso dramatismo, que profundizan con decisión en las fragilidades del alma humana. Sin embargo, el conjunto —quizás porque su guion se modificó mucho durante el rodaje— resulta un poco confuso y deslavazado, no perfila bien a algunos personajes, no cierra con rigor varias subtramas y desaprovecha otros posibles elementos de intriga y terror. Además, su evidente carencia de medios se manifiesta a veces en un defectuoso sonido directo, que dificulta el seguimiento de algunos diálogos.

De todas formas, Frontera nos deja para el recuerdo su atrevido y solidario planteamiento, y la espléndida interpretación del actor-recluso Christian Dolz —todo un descubrimiento—, que dota a su personaje de una cautivadora personalidad.

Madrid, durante un mes de agosto. Roberto (Darío Frías) y Paula (Virginia Rodríguez) son compañeros de trabajo desde hace años. Él es más bien tosco y extrovertido; ella, sofisticada y fría, de modo que no soporta a Roberto. Pero ambos acaban de romper con sus respectivas parejas —Silvia (Carlotta Cosials) y Miguel (Fernando Cayo)—, y se sienten frágiles. Además, sus mejores amigos, Nacho (Jorge Pobes) y Andrea (Alexandra Jiménez), les animan a establecer nuevas relaciones. Así que Roberto le lanza los tejos a Paula, y esta, sorprendentemente, va entrando poco a poco.

Este segundo largometraje del fogueado realizador televisivo Guillermo Fernández Groizard (“Proyecto Dos”) ganó el Premio del Público y a la mejor actriz (Virginia Rodríguez) en la Sección ZonaZine del Festival de Málaga 2013. Sus grandes bazas son unas sólidas interpretaciones —muy matizada la de Virginia Rodríguez; más histriónica la de Darío Frías; eficaces las de los secundarios— y el agilísimo y chispeante guion de Pablo Flores, que arranca las carcajadas del espectador, al tiempo que le hace pensar un poco sobre el amor, el sexo, la inmadurez de tantos y tantas, y las dificultades para alcanzar la verdadera felicidad. Todo ello, ambientado en un Madrid moderno y luminoso, bellamente fotografiado por Javier Castrejón y musicalizado por Pablo Cervantes con sugerentes toques de jazz.

Sin embargo, todas esas cualidades se ven levemente rebajadas por una puesta en escena demasiado televisiva —a menudo, su diseño de producción es demasiado pobre— y gravemente devaluada por el tono enormemente grosero de numerosos diálogos, que ofrecen una visión muy cutre de la sexualidad. Un defecto habitual en muchas películas españolas, y que también padecía “Pagafantas”, de Borja Cobeaga, otra buena comedia con planteamientos, virtudes y defectos similares a los de ésta. Es una pena, pues “Esto no es una cita”, además de muy divertida, acaba exaltando decididamente las relaciones comprometidas, la familia, la maternidad y la paternidad.

Amigo de la infancia del mítico cineasta letón Sergei Eisenstein (Anthony Senen), el misterioso Maxime Stransky (Jordi Collado) fue actor en el Moscú de 1920 y, más tarde, espía comunista, falsificador, productor de Hollywood con el nombre de Max Ophüls y el montador de cine de Josef Stalin. En su juventud, Maxime y Sergei ansiaban realizar el gran viaje de la creatividad mediante el cine y la formación colectiva de una nueva sociedad. Pero la dura realidad enturbió sus sueños. A través de sus recuerdos y reflexiones, Maxime va desgranando sus peligrosas misiones como actor-espía de Stalin, su implicación en el Crack de 1929, su traición a Eisenstein, el drama sus dos familias —la rusa y la estadounidense—, su intervención en la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, su dirección de la operación Borodino —durante la que consiguió en Los Álamos los planos de la bomba atómica—, su mítica escapada del FBI por el Polo Norte, su ascenso a héroe de la patria socialista, su deportación fulminante al Gulag de Kolimá en 1952, su fuga en 1954 por Mongolia, Tíbet e India, y su misteriosa desaparición en 1975 junto a sus dos familias.

Esta singular película del documentalista alicantino Valentí Figueres (“El muro del silencio”, “Si me quieres escribir”, “Vivir de pie. Las guerras de Cipriano Mera”) impacta y desconcierta a partes iguales. A pesar de su apariencia, se trata en realidad de un drama de ficción que se atreve a hacer, a través de su ficticio protagonista, un sentido homenaje al cine —como reflejo o domesticador de la realidad— y un abigarrado repaso del siglo XX, “convulso por hermosas utopías que engendraron sueños felices y pesadillas atroces”, como señala el propio director. Todo esto se articula a través de valiosísimas filmaciones originales de carácter documental o propagandístico, y de fragmentos de películas de Eisenstein, Lev Kuleshov, Dziga Vértov y otros muchos cineastas, hilvanados por sencillas recreaciones docudramáticas, mudas y en blanco y negro, muchas de ellas presentadas como grabaciones amateur del ficticio Maxime Stransky, supuestamente encontradas en 2011 dentro de un baúl enterrado en Alma Ata.

Pesa un poco la dilatada duración del filme, la permanente voz en off —aunque es nítida y cálida—, el constante bombardeo de imágenes y datos, el trepidante montaje… Pero lo cierto es que la película hipnotiza al espectador, logra conmoverlo con los afilados dramas humanos que relata, le impresiona con sus esmerados detalles de ambientación y sus poderosas metáforas visuales —algunas sensacionales—, y despierta su espíritu crítico respecto a los más dramáticos acontecimientos históricos del siglo XX. En este sentido, se agradece el tono ponderado y a contracorriente del guion de Valentí Figueres y Helena Sánchez, muy crítico con el fascismo, el nazismo y el capitalismo salvaje, pero también con la utopía comunista y, en concreto, con el estalinismo, cuyas maquiavélicas crueldades recrea con vigor. De hecho, Figueres define a Stalin como “el Dios-Caníbal, el Gran Devorador de la Memoria, el constructor de un inmenso Efecto K social (…), en el que el arte y la vida se contaminan entre sí”. Incluso se atreve a presentar el Pacto Ribbentrop-Mólotov de no agresión entre Hitler y Stalin —firmado en Moscú el 23 de agosto de 1939— como una de las causas principales de la Segunda Guerra Mundial.

Queda así una película atípica, a medio camino entre la ficción y el documental, y enormemente interesante por sus poderosos planteamientos formales y de fondo. Quizás sea discutible, incompleta o parcial en algunas de sus afirmaciones, por ejemplo, respecto a la supuesta homosexualidad de Eisenstein o a la Guerra Civil española. Pero, desde luego, hará las delicias de los buenos cinéfilos y de los aficionados a la historia contemporánea.

Florencio (Juan Logar) es un rico empresario al que diagnostican un grave tumor cerebral. Tras profundas reflexiones, decide cambiar radicalmente el rumbo de su vida. Como mayor accionista de una financiera, condona nueve hipotecas sin contar con el consejo de administración. Con sus otras dos empresas, forma una gran cooperativa, convirtiendo a todos los trabajadores en accionistas copropietarios con los mismos derechos y las mismas acciones que él mismo. Alberga en su mansión a desdichados indigentes a los que va integrando en la gran cooperativa… Mientras tanto, su esposa Anastasia (María Kosty) y su hijastro Alejandro (Miguel Ángel Garzón) aseguran que se ha vuelto loco, e intentan que se le declare una incapacidad.

Después de más de treinta años de inactividad fílmica, el español Juan Logar (“El perfil de Satanás”, “Trasplante de un cerebro”, “Fieras sin jaula”, “Autopsia”, “Quiero soñar”) vuelve a ponerse detrás y delante de la cámara, con 79 años, en “Aún hay tiempo”. Se trata de una “dramedia” —como él la denomina—, que también ha producido y musicalizado, y que yo no he podido ver. Su utópico planteamiento narrativo resulta sugerente. Pero, por el tráiler y otros fragmentos del metraje, la película parece quedarse en una modesta tragicomedia costumbrista, seguramente bienintencionada en sus mensajes solidarios, pero bastante discursiva, superficialmente crítica con la hipocresía religiosa, escasa de medios y no muy bien filmada ni interpretada, aunque entre sus actores se cuentan varios prestigiosos profesionales del doblaje, como Ramón Langa o Miguel Ángel Garzón.

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