Los trágicos sucesos que dieron lugar en Córdoba a la construcción de la Cruz del Rastro
José Manuel Morales, de Rutas Misteriosas, nos explica la sangrienta revuelta que el Jueves Santo de 1473 sacudió la ciudad junto al Guadalquivir
Córdoba - Publicado el - Actualizado
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Esta semana con José Manuel Morales Gajete, escritor y fundador de Rutas Misteriosas, recordamos los sucesos de la Semana Santa de 1473 que darían origen a una de las revueltas más violentas que se recuerdan en la historia de la ciudad.
Todo empezó la tarde del Jueves Santo de aquel año. La Virgen de la Caridad bajaba solemne por la calle de la Feria, acompañada por una procesión de cofrades con antorchas encendidas. El acto se estaba desarrollando con normalidad, pero poco antes de llegar a la Ribera del Río una joven se asomó al balcón de su casa y, a la vez que lanzaba un grito en lengua extranjera, derramó un líquido putrefacto sobre el manto de la Virgen.
En un principio, el público se quedó estupefacto, sin saber muy bien lo que había pasado. Pero un herrero de San Lorenzo, que en la Edad Media fue uno de los barrios más reivindicativos de la sociedad cordobesa, comenzó a incendiar a las masas al grito de “Venganza contra los judíos”. Minutos después ya se había armado el tumulto.
Un caballero veinticuatro, que entonces era algo parecido a un concejal del Ayuntamiento, pero armado, intentó aplacar el alboroto tranquilizando al herrero, pero como respuesta se llevó una puñalada en el corazón. A continuación, tanto el propio herrador como sus acólitos entraron por la fuerza en la casa desde la que se había arrojado el líquido, y no dudaron en asesinar a toda la familia y reducir el domicilio a cenizas.
La procesión acabó por disolverse y la imagen de la Virgen fue evacuada, pero en la calle de la Feria se produjeron todavía más navajazos y más agresiones a judíos, musulmanes e incluso a conversos, es decir, personas que venían de otras religiones pero que se habían convertido al cristianismo. La persecución al diferente continuó toda la noche del Jueves Santo y hasta el Domingo de Resurrección.
Ante una situación tan grave, en la que los propios cristianos habían empezado a matarse entre ellos, el caballero don Alonso de Aguilar, hermano mayor del Gran Capitán, se vio obligado a poner orden en la ciudad, para lo que reunió a un grupo de caballeros de su confianza para dirigirse hasta la calle de la Feria, donde los amotinados todavía seguían causando destrozos. Allí encontró al herrero, que continuaba lanzando sus proclamas contra los judíos, y no dudó en dirigirse a él con muy buenas formas. Pero como respuesta, el de San Lorenzo se encaró con él y le insultó gravemente, por lo que a don Alonso no le quedó otra alternativa que atravesarle el pecho con su lanza y darle muerte en el acto. A continuación, el caballero veinticuatro y su cuadrilla continuaron recorriendo las zonas más problemáticas, arrestando a su paso a todos los amotinados y encerrándolos en el Compás de la Iglesia de San Francisco.
A esas alturas, los vecinos de San Lorenzo ya habían elevado al herrero a la categoría de los mártires de la Iglesia, como si fuera un héroe que entregó su vida por combatir a los enemigos de la fe. Así que varios de sus seguidores recogieron el cuerpo del suelo y lo trasladaron hasta la iglesia de su barrio para colocarlo allí sobre el altar, y velarlo toda la noche.
Lo curioso vino a la mañana siguiente, puesto que parece ser que un pequeño perro, un cachorrito que tenía el herrero, se metió en el ataúd debajo del cadáver y empezó a revolverse. Como consecuencia, parecía que el cuerpo del herrero se estuviera moviendo, y estos fanáticos que llevaban toda la noche velándolo interpretaron aquellos movimientos como un milagro, una suerte de señal que el herrero les lanzaba desde el cielo. De este modo, en días sucesivos, la persecución contra los judíos y los conversos no solo no se apaciguó, sino que incluso se volvió más virulenta.
Don Alonso de Aguilar tuvo que reunir un grupo todavía mayor de caballeros afines a su familia para dirigirse a los barrios de San Lorenzo, Santa Marina y San Agustín, que eran ahora las zonas más calientes, pero esta vez los amotinados les estaban esperando bien armados, y tras enfrentarse a ellos, no tuvieron más remedio que salir huyendo. La única alternativa que les quedó en esas circunstancias fue poner a salvo a todos los musulmanes, judíos y conversos que pudieron en el Alcázar, la fortaleza más segura de la ciudad, y allí los defendieron con uñas y dientes durante varios días, hasta que la espiral de violencia se fue diluyendo poco a poco.
Siendo consciente de que aquello se había convertido en un clamor popular, que los sublevados les superaban en número y que sus hombres no tenían armamento suficiente para hacerles frente, a don Alonso de Aguilar tuvo que indultar todos los crímenes y actos vandálicos cometidos durante aquella semana negra, y concentrar a todos los judíos de Córdoba en guetos donde pudiera darles una mejor protección.
Esta historia, que a priori no es demasiado conocida, dio lugar a un monumento que la mayoría de cordobeses sí que conocen. Porque en recuerdo de los tristes acontecimientos ocurridos en aquella trágica Semana Santa de 1473, se colocó una gran cruz de hierro negra al final de la calle San Fernando. Como en esa zona antes se celebraba los domingos un mercadillo o rastrillo, a esa cruz la llamaron la Cruz del Rastro.
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