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Estamos a dos pasos del día de Navidad. Hay un relato, el sueño de María, que intenta llamar la atención sobre algo más que obvio, si es que tal cosa es posible. Que la Navidad se ha ido vaciando de su contenido original. En el relato, María cuenta que ha tenido un sueño en el que la gente prepara una gran fiesta por el nacimiento de su hijo, o eso le parecía al principio, adornos, regalos, comida, todo lo mejor, pero al final se da cuenta que hay un gran ausente, precisamente aquél que se supone que provoca todo ese movimiento. Ni se le nombra siquiera en algunos casos, al final la gente come, bebe, festeja y se regala ignorando al causante de todo. Una fiesta de nacimiento sin nacido. Ciertamente el relato es una de esas historias emotivas que pretenden poner el foco en lo importante por el camino del sentimiento. Lo hemos usado y abusado en catequesis con mínimos resultados, es de esas cosas que convence a los que ya están convencidos o provocan una incomodidad pasajera, a lo sumo.
Lo cierto es que el tiempo navideño, en alas del consumismo vivido como lenitivo del profundo vacío existencial, se ha convertido en una época en que parece obligatorio ser feliz y desearlo a otros, pero sin que haya algo que dé fundamento a esa felicidad. Es una especie de espiritualidad vacía, sin transcendencia, sin causa, sin nada. El padre Declan, cura tuitero conquense, compartía el texto de una felicitación navideña que había recibido: “Estas fiestas son uno de esos momentos en los que buscamos el camino de la felicidad, nuestra misión es encontrarlo." Es lo que yo llamo una “frase de poster de los setenta”. Si juntamos suficientes felicitaciones de este tipo, que abundan cada vez más, tendremos suficiente texto para editar un libro de autoayuda. Por cierto, me resulta curioso comprobar que muchos adolescentes y preadolescentes, suelen tirar de frases motivadoras de este tipo para hacerse los interesantes mientras publican “selfies” en Instagram. Y ya que me pongo, el chiste sobre una niña que publicaba la típica foto de pose y la frase “ojalá encontrarte por la mañana a mi lado”, a lo que alguien le respondía: “¿Qué tienes, once años? Tranquila, los peluches no se mueven”.
Volviendo a lo anterior, quiero compartir una reflexión sobre eso del camino de la felicidad del jesuita J. M. Olaizola: “A veces no sabemos, no comprendemos, no tenemos palabras. Y el silencio tampoco parece ayudar. A veces lo inesperado irrumpe con estruendo, con imparable exigencia, dándole la vuelta a certidumbres sólidamente asentadas. A veces las preguntas atruenan. Y nos llevan al límite en el que no podemos más que aventurar respuestas. Entonces podemos enloquecer, perder pie y hundirnos en un mar bravío. La gran tentación en ese momento es convertirnos en el centro del mundo. Pero el mundo es el que era antes. Con sus dosis de alegría y tragedia. Con sus retos. Con sus carencia y oportunidades. Entonces hay que darse permiso para llorar, para aceptar que uno tiene derecho a romperse un poco, para pedir un abrazo que sea refugio, o envolverse en una distancia necesaria (cada uno es diferente en el modo de bailar con la tormenta). Pero también, con honestidad desnuda, hay que aceptar que la incertidumbre estaba ahí antes. Que el mundo ya era extraño. Que cada día importa. Que el amor baila, disfruta, y se acostumbra, pero también pierde, añora y tiene que dejar marchar. Y que Dios no nos ha engañado, pues siempre supimos que la vida era este misterio.”
Quizá la Navidad, la verdadera, nos brinda un instante para mirar el Misterio que hay tras ese misterio en un rostro de niño. Y, como un relámpago, por un momento se nos ilumina el interior con una luz que nos trasciende. Entonces ganamos fuerzas para retomar la ruta y volver a la misión encomendada. Entonces, por un breve lapso, la felicidad no parece tan imposible porque Él nos muestra dónde está el camino y la verdad y la vida. Así que, miren ese rostro si quieren que sea una feliz Navidad.