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El jueves en medio, justo en ese lugar de la semana, como una metáfora de la vida. Porque si amor, el de verdad, el que se puede escribir con mayúsculas, el Amor más Grande, no está en el centro de mi vida, estoy vacío. Apenas soy un cascarón hueco que oculta una enorme oscuridad. Me imagino, permítanme la licencia literaria, a Jesús pensando “a ver como les explico a estos cabeza de chorlito a qué me refiero cuando hablo del Amor”, ha intentado explicarles aquello de que nadie tiene amor más grande que el que está dispuesto a dar la vida por los amigos. Cuanto más si ese gesto trae sanación incluso a los enemigos, no a sus enemigos, que Jesús no mira como tal a nadie, sino a los que le consideran su enemigo, los que han elegido el insulto y la calumnia, los que traman maldades contra él, los que le acechan, a ver si tropieza y cae. Pero, claro, eso es todavía una hipótesis, algo que simplemente suena bien mientras no suceda.
Entonces se le ocurre hacer algo tan cotidiano y tan normal como lavarles los pies. Y se quedan sorprendidos, estupefactos y, al menos Pedro, un poco contrariados. Pedro, ¿no lo entiendes? Este Amor no es posesión, ni avaricia de lo amado, es servicio y es entrega. Esa es la clave. Amar de esa manera cambia la realidad, empezando por cambiar al que ama. Sólo desde esa perspectiva podrán entender que Jesús se haga alimento, el alimento más humilde para que los que hacen la experiencia de acercarse humildemente a Dios, lo reciban y les regenere desde lo interior. Sólo desde esa clave podrán mirar al crucificado y no ver en eso un fracaso catastrófico.
Hoy, comulgar con Jesús-Eucaristía, es un acto de humildad que fortalece al que lo hace para que pueda servir y seguir lavando los pies a sus hermanos. Sin el primero, lo segundo deviene en soberbia autocomplaciente con demasiada frecuencia.
Feliz día del amor fraterno.