OPINÓN

De Adam Sandler a John Wayne

El caso de Rubén Pinar es quizá uno de los más paradigmáticos de los últimos años. Es un viejoven total. Once años de alternativa sin llegar a los 30

Rubén Pinar sentado

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Ha conocido la gloria a hombros de Las Ventas y ha vestido la bata que precede a la muerte. Siempre vestido de blanco. Quizá por eso ha escogido un terno blanco inmaculado para su gesta. Por lo bueno y por lo malo. Rubén Pinar surgió de la nada cuando era un añojo y tomo antigüedad con escasos 18 años. Arrancó sin frenos y se acarteló con las máximas figuras del toreo. Casi siempre les mojó la oreja. Era la versión Love Actually del toreo. Una película simple y fácil que agrada, pero que no deja más huella que el chiste fácil o la metáfora fálica habitual de Adam Sandler. 

El cambio ha sido tan radical que ya no es capaz de versionar a personajes sencillos. Su carácter ha cambiado y su actitud ya no da para comedia romántica. Ha pasado del plano estándar en Times Square a ser Ethan Edwars en Centauros del desierto. Su juvenil acné se ha tornado en un rostro serio y melancólico. Pero Rubén es ahora más feliz que nunca. Rudo como John Wayne y capaz de todo con tal de superar simplemente a la mejor versión de sí mismo. 

Una versión que no le granjea muchos contratos y le mantiene en ese papel secundario que antaño hacía hasta gracia. La dulzura de la juventud tiene fecha de caducidad y un triunfo en Albacete solo sirve para triunfar en Albacete. En un rito francmasónico del que me arrepentí al segundo puse un canal local para ver el resumen. Limitando con el horario golfo escuché que la presidenta del festejo arguyó la no concesión de un trofeo al inexistente toreo de ccapote en el primer toro.  En un acto de sensatez quité el volumen y recordé que el torero se fue a porta gayola. En fin, tenemos lo que merecemos. Como diría García, los dirigentes no tienen ni puta idea.

Por eso Rubén Pinar triunfó entonces y vive ahora de las migajas. De ser el chico joven que hacía gracia a ser el tío ese de una aldea de Tobarra que mata corridas duras. Lo que hizo con el toro de Victorino no fue una obra de arte en sí, pero serviría de inspiración para que muchos pintores diesen pábulo a su creación. Pocos por no decir ningún torero son capaces de salir airosos con un animal así. Solo un actor que ha hecho de niño grande y ha resucitado en tierras doradas podría dar cabida a una gesta de ese calibre. Las cosas del toreo: hace 10 años, Pinar se fue contento a hombros de Las Ventas. De Albacete salió ayer llorando. Esas lágrimas representan a cada uno de los chavales que han gastado un minuto de su tiempo en intentar pasarse un animal por la faja. Uno nunca se acostumbra a triunfar. 

Las dos puertas grandes más importantes de su vida tienen un peso y una repercusión diametralmente opuesto, pero él, en su interior, es consciente de la poca o nula importancia que tiene un triunfo si no se refrenda allí donde un día, vestido de blanco, tocó la gloria. Cuando llegue el día 17 nadie se va a acordar de la encerrona y, salvo que ese día 15 se alineen los astros en Madrid, Pinar va a salir peor parado de lo que llegó a esta feria. Cuando tenía todo en su mano jugó a ser estrella de película de sobremesa. Ahora que ha madurado y puede calmar a un demonio con piel gris, vive anclado como alguacil del diablo. Los seis toros no importaban demasiado y las cuatro orejas se las lleva el viento, pero la actitud y el compromiso del torero con Albacete y su afición solo merecen loas. La madurez, en cambio, ha ennegrecido su brillante trayectoria. Capitulando con el séptimo arte, Daniel Radcliffe será siempre Harry Potter y Rubén Pinar cargará siempre con la losa de ser el niño sabio de Santiago de Mora. Encasillarse, qué cruz.