La Asunción de la Virgen: con la mirada puesta en el Cielo
Mensaje del arzobispo de Burgos, don Mario Iceta Gavicagogeascoa, para el domingo 14 de agosto de 2022
Madrid - Publicado el
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Queridos hermanos y hermanas:
Cada 15 de agosto, con la fiesta de la Asunción de la Virgen María, celebramos en la Iglesia que Cristo se llevó al cielo a su Madre. Una celebración marcada por la alegría, porque María –elevada en cuerpo y alma– pone de manifiesto que la última palabra la tiene el amor: un amor que es más fuerte que la muerte.
El Catecismo de la Iglesia Católica, en el numeral 966, dice que la Asunción de la Santísima Virgen «constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos». Una llamada verdaderamente importante, que nos recuerda que el hecho de que María se halle glorificada en el Cielo, supone no solo la resurrección de Jesucristo, sino también el anticipo de nuestra propia resurrección.
Ella, aun siendo la Madre de Dios, pertenece a nuestra condición humana, excepto en el pecado de la que fue preservada desde su concepción inmaculada. Y esa humanidad configura el sentido de la historia, que encuentra su plenitud cuando, a través del discípulo amado, la hizo –in aeternum– madre nuestra: «He aquí a tu madre» (Jn 19, 26-27).
María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con el Hijo es reina del cielo y de la tierra. «¿Acaso así está alejada de nosotros?». El papa emérito Benedicto XVI, en una homilía pronunciada el 15 de agosto de 2005 en Castelgandolfo, lanzó esa pregunta, para proclamar que «María, al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros». Cuando estaba en la tierra, apuntó, «solo podía estar cerca de algunas personas» pero, al estar en Dios, «que está cerca de nosotros, más aún, que está dentro de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios». Por tanto, «al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones y puede ayudarnos con su bondad materna».
La Madre de Cristo, la misma que en la Anunciación se definió como «esclava del Señor», es ahora glorificada como Reina universal. Ella, la primera discípula, no experimentó la corrupción del sepulcro, y fue asunta al cielo, donde ahora reina, viva y gloriosa, junto a Jesús.
La Asunción de la Virgen María ha de ser huella, horizonte y sendero que nos recuerde que nuestra vida solo ha de tener un camino: el cielo. Siempre desde la generosidad hacia los hermanos más necesitados, siempre desde el servicio que, con su ejemplo, dejó instituido el Hijo del hombre, estando disponibles para servir y para dar la vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). No será fácil, pero merecerá la pena. Y cuando más nos cueste, pongamos la mirada en tantos santos que descubren, en el corazón traspasado de la entrega, el acto más bello del amor.
¿Quién no se emociona con vidas como la de la Madre Teresa de Calcuta, la de san Juan de Dios, la de santa Bernardette o la de san Francisco de Asís? Ellos, pobres entre los pobres, vieron en María la prolongación de la misericordia, de la compasión y de la ternura de Jesús. Y quisieron ser pobres, porque la Sagrada Familia de Nazaret nació y creció en pobreza.
El fundador de la Orden Franciscana veía en los ojos de los pobres, a quienes él más amaba, el reflejo de Cristo y de María: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85). Y la Madre Teresa, quien dedicó su amor a la Virgen María socorriendo a los más necesitados de la tierra, decía que «a María, nuestra Madre, le demostraremos nuestro amor trabajando por su Hijo Jesús, con Él y para Él».
Todas y cada una de las hermosas piedras de nuestra catedral está dedicada a nuestra Madre la Virgen María. Esta tarde, desde la catedral, llevaremos su preciosa imagen en procesión por nuestra ciudad para que podamos decirle que le queremos y que es la madre de nuestros hogares y nuestras vidas. Nos ponemos bajo su protección y le pedimos que cuide maternalmente de nosotros, especialmente de quienes más lo necesitan.
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.