IGLESIA

El obispo de Mondoñedo-Ferrol participó en Lugo en la Ofrenda del Antiguo Reino de Galicia

Monseñor García Cadiñanos ha sido el encargado de responder al oferente, el alcalde de Mondoñedo, Manuel Ángel Otero

Monseñor Fernando García Cadiñanos durante su intervención en la Catedral de Lugo - FOTO: Cedida

Redacción COPE Ferrol

Ferrol - Publicado el - Actualizado

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El obispo de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, monseñor García Cadiñanos, ha participado este domingo en la Ofrenda del Antiguo Reino de Galicia, celebrada en la Catedral de Lugo y en donde ha sido el encargado de responder al oferente, el alcalde de Mondoñedo, Manuel Ángel Otero (PP).

El representante de la Iglesia se ha referido así en su intervención.

“Siguiendo una tradición multisecular hemos acudido a la Ciudad del Sacramento, ciudad que nos acoge en su bella catedral y a través de la comunidad cristiana que le da vida cada día. Esta catedral, como todas, es la sede del obispo, pero también el hogar y el signo de una comunidad cristiana que pretende iluminar y encarnar el mismo y único evangelio en los tiempos distintos que nos toca vivir.

Acudimos a este templo sintiéndonos peregrinos que venimos de diferentes lugares y que necesitamos alimentarnos en nuestro caminar por la vida. La certeza de nuestro peregrinar es y se convierte en una forma de vida, en una espiritualidad, en una manera de relacionarnos entre nosotros y lo creado. El peregrino se siente débil y necesitado, fortalecido por la ayuda de los demás y urgido a alimentarse para no desfallecer y para encontrar sentido en sus pasos. En esta eucaristía hoy se nos ofrecen el alimento y el silencio contemplativo como luz en nuestro camino.

Además, lo hacemos sintiéndonos pueblo, comunidad con una historia e identidad común, que nos vincula y nos une. Es hermoso descubrirse como pueblo que tiene su unidad en elementos materiales, pero también en otros elementos inmateriales a los que el Señor Oferente hacía mención. Elementos intangibles pero fundamentales para la convivencia que hemos de saber transmitir. A estos elementos corresponde esta fiesta que nos vincula a las siete ciudades del Antiguo Reino de Galicia y a las cinco diócesis gallegas. Precisamente la eucaristía se convierte así en lo que es: sacramento de unidad. En la diversidad y pluralidad de nuestras ciudades, en la riqueza de lo que somos y cómo nos expresamos, encontramos la unidad de sentirnos hermanos en torno a la mesa eucarística a la que el Señor nos convoca. En nuestra bandera y en el escudo de algunas de nuestras ciudades, entre ellas la de Mondoñedo, la belleza eucarística se expresa como presencia de lo que la herencia cristiana ha dejado en su cultura, en sus valores y en su esencia. Pero no sólo es un recuerdo y legado, es también compromiso de unidad y de proyección hermosa en el futuro como sociedad.

Me parece que estos tres elementos, la ciudad del sacramento, el sentirnos peregrinos y el hacerlo como pueblo, se aúnan en esta ofrenda del Antiguo Reino de Galicia al Santísimo Sacramento. Y lo hacen con una preciosa armonía.

Además, me gustaría dar un paso más. Acudir aquí para refrendar nuestro compromiso de que se mantenga perpetuamente viva en este altar la luz de la vela, nos descubre necesitados de luz y agradecidos al que es la Luz del mundo.

Ciertamente, la eucaristía ha sido, es y será espacio y momento de luz para todos los creyentes. ¡Cuántos grandes santos y cuántos “santos de los de la puerta de al lado” han encontrado en la eucaristía la luz que necesitaban! ¡Cuántos cristianos de esta ciudad, como en otros lugares semejantes en cada una de nuestras diócesis, han encontrado a los pies de la eucaristía la respuesta, la esperanza y el aliento a sus interrogantes y cansancios! ¡Qué necesitados estamos de descubrir y acudir a esta luz que, desde aquí, se nos regala y que aleja miedos, tormentas, inquietudes, dudas!

No extraña, por tanto, que nuestra ofrenda hoy sea recordatorio de lo que la eucaristía es, pero también agradecimiento por lo que en ella recibimos y se nos regala. Así lo sintieron nuestros mayores cuando se comprometieron a acudir hasta aquí solemnemente y en representación de todo el pueblo. Siguiendo esta tradición y haciéndola nuestra percibimos la urgencia de que en nuestra sociedad no andemos a oscuras, ni nos falten los referentes que nos han ayudado como sociedad y como pueblo: cuando aparecen escenarios de futuro que nos estremecen, cuando los problemas que tenemos que afrontar nos superan, no olvidemos la luz que a lo largo de los siglos nos ha ido iluminando y acompañando como Iglesia, como pueblo y como sociedad. En ella podemos seguir descifrando y escribiendo nuestra historia.

Al papa Juan Pablo II le gustaba indicar que la eucaristía se convertía siempre en “escuela de paz, escuela de amor, escuela de discipulado”. Me parece una imagen preciosa para reconocer la grandeza, la belleza y el significado de la eucaristía. Retrotraigámonos a nuestra infancia, cuando éramos niños y acudíamos a la escuela de nuestro barrio, de nuestra aldea. La escuela era un lugar significativo, importante, apreciado, que nos hacía crecer, que nos ayudaba a ser, que nos abría horizontes de pensamiento y conocimiento, de humanidad y de sabiduría. Era el lugar donde aprendíamos, desde nuestra debilidad, o donde nos dejábamos modelar desde nuestras capacidades. Era el espacio donde se nos invitaba a ensayar e intentar eso que el Señor Oferente nos indicaba: combinar la permanencia y el cambio, lo que vale la pena guardar y los caminos nuevos que tenemos que ensayar.

¡Qué hermoso sería si los creyentes sintiéramos esta experiencia en la eucaristía que celebramos y que adoramos! ¡Qué grandes seríamos si experimentáramos la eucaristía como esa escuela permanente a la que acudimos cada día para dejarnos enseñar, para poder discernir los tiempos nuevos a los que nos enfrentamos, para cambiar nuestra mirada y transformarla por la mirada de Jesús hacia las personas, hacia los problemas, hacia las cosas! En el fondo, qué sabios seríamos si reconociéramos como ciertas las palabras de san Agustín que, al comulgar, nos recordaba: “No me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí”.

Transformarnos en Cristo, cristificarnos, es lo que produce en nosotros la eucaristía. Algo que hoy proclamamos especialmente, en este día en que votamos un nuevo parlamento para Europa. Una Europa que busca a tientas lo que quiere ser, que tiene miedo a abrirse y perder su bienestar, que tiene dificultades para sentirse una unidad de proyecto común, que parece girar sólo en torno a la economía en lugar de la sacralidad de las personas. “¿Hacia dónde caminas Europa?”, se preguntaba el papa Francisco en la pasada JMJ de Lisboa en la que algunos pudimos participar. Una pregunta a la que hoy, como ciudadanía, esperemos dar una respuesta. Y lo haremos adecuadamente si apostamos por construirla desde los valores que los padres fundadores de la Unión Europea configuraron este sueño europeo: paz, libertad, solidaridad, unidad, dignidad… O como la Iglesia nos recuerda desde cuatro verbos que son un proyecto político en todos los escenarios: acoger, proteger, promover e integrar a las personas.

La eucaristía nos despierta siempre a un horizonte universal, de fraternidad y de respeto a la dignidad de la persona. Como decía el Papa hace pocos días: “La eucaristía nos impulsa a un amor fuertemente comprometido con el prójimo, porque no podemos comprender y vivir su significado verdaderamente si tenemos cerrado el corazón a los hermanos y a las hermanas, especialmente a los que son pobres, sufren o están perdidos en la vida”. Y es que, como la Palabra de Dios proclamada este domingo nos recordaba, cada vez que celebramos la eucaristía se actualiza el misterio de la entrega de Dios por nosotros en la Cruz, el signo del amor que Él te tiene, que Él te ofrece. Contemplar, participar, adorar a la eucaristía, como al sol del verano que tiñe nuestra piel, nos transforma también en personas y sociedades que luchan, se entregan, incluyen, se dan, construyen proyectos de fraternidad y de futuro para todos. Es mi deseo para Mondoñedo, para Galicia y para Europa. Que el Señor Eucaristía nos bendiga, nos guarde y nos transforme. Amén".

Fernando García Cadiñanos.

Obispo de Mondoñedo-Ferrol

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