Apuntes de un tórrido verano eclesial

Apuntes de un tórrido verano eclesial

José Luis Restán

Publicado el - Actualizado

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“La Iglesia sin testimonio es solamente humo”, les dijo el Papa a los miles de jóvenes que llegaron a Roma en pleno ferragosto como preparación al próximo Sínodo de los Obispos. Es una frase que me ha acompañado todo este mes mientras descargaba una insólita tormenta a cuenta de la lacra de los abusos (pasados y presentes) y con ella reverdecían los peores instintos, esos que llevaron a advertir al Papa Benedicto, citando al Apóstol, que existe el riesgo de devorarnos y despedazarnos.

Durante los meses precedentes, el caso chileno había conducido a Francisco a iniciativas inéditas para afrontar de raíz un mal que parece haberse enroscado como la mala hierba en algunos lugares, mientras una mezcla de pereza, intereses, incapacidad, y hasta mala fe, han impedido que los pastores librasen la debida batalla contra él, protegiendo a las víctimas y con ellas al entero pueblo de Dios. Por cierto, al inicio de ese caso escribí que “yo me fío de Pedro”, algo que vuelvo a repetir ahora tras el granizo agosteño. Benedicto XVI señaló cómo una fe reducida a costumbre puede convertirse en una máscara, puede traducirse en perversión; y Francisco ha denunciado la conexión de los abusos sexuales con el “clericalismo”, una perversión que deforma el cuerpo eclesial y contamina su vida. “La Iglesia sin testimonio es solamente humo”.

Sin una comunicación libre y gratuita de la Gracia recibida de su Señor podrá gestionar influencias (a veces para bien, desde luego), podrá ofrecer un cierto orden, quizás, pero al final sería humo. Deberíamos tener presente todo esto cuando tantas veces nos preguntamos con perplejidad y dolor: ¿cómo ha podido pasar? Por eso la petición sencilla de Francisco, en su Carta al Pueblo de Dios, de oración y penitencia para afrontar esta marea, no es salirse por la tangente, como creen los grandes de este mundo, que por cierto, tienen a nuestro pobre mundo bastante averiado. El análisis es necesario, es urgente ampliarlo y matizarlo, pero estamos ante un verdadero “Mysterium Iniquitatis” y necesitamos abordarlo como tal.

Eso no significa que no calibremos cada caso. A finales de julio el Papa certificaba la salida del Arzobispo emérito de Washington,Theodore McCarrick, del Colegio Cardenalicio (medida de extraordinaria gravedad con un único precedente histórico) mientras le suspendía del ejercicio del ministerio público y le ordenaba una vida de oración y penitencia en una casa religiosa que le ha sido indicada. Una denuncia presentada por una posible víctima, que se remonta 45 años atrás, fue analizada por el Board establecido por la Archidiócesis de Nueva York para afrontar estos casos y fue considerada creíble y fundada. La Iglesia ha actuado con rapidez y transparencia frente al hecho objetivo de una denuncia, conviene no olvidarlo en medio de tanto ruido. Aun así, la pregunta sigue siendo punzante: ¿cómo ha podido suceder, cómo superó todos los filtros, cómo se le confió tan alta tarea?

En medio de los dimes y diretes sobre McCarrik (ahora resulta que todo el mundo había oído algo al respecto...) estalla el Informe del Gran Jurado de Pensilvania sobre abusos cometidos por sacerdotes y religiosos en ese Estado a lo largo de 70 años. Aclarémonos: no es una sentencia judicial, es un Informe acusatorio que recoge cientos de testimonios y documentos, tremendos en cualquier caso, pero que no han sido objeto de un proceso judicial, entre otras cosas por el arco temporal abarcado. Las cifras de estos abusos y las historias terribles contadas por algunas víctimas, han abierto telediarios en todo el mundo. La figura que ofrecen es devastadora y refleja cuánto se hizo mal y qué tardíamente se reaccionó, pero no debe inducirnos al error de pensar que no se ha hecho nada, como repiten con evidente malicia algunos medios. Desde 2002, el episcopado de los Estados Unidos puso en marcha las medidas contempladas por la Carta de Dallas, un documento modélico en cuanto a la prevención, la transparencia, el castigo a los culpables y el acompañamiento a las víctimas. De hecho, la inmensa mayoría de los casos reflejados por el Informe del Gran Jurado son previos a esa fecha. Con todo, algunos sí se han producido, demostrando que la introducción de los mejores catálogos de “buenas prácticas” no serán suficientes para evitar por completo la posibilidad del mal.

Se ha hecho mucho, sí, y hay que hacer mucho más. En la prevención, en la transparencia, en la colaboración con las autoridades civiles, en la sanción de estos crímenes y la curación de sus víctimas... que no lo olvidemos, son Iglesia, incluso cuando un velo de dolor las ha separado comprensiblemente de su figura. Como ha escrito el Papa, “las heridas nunca prescriben”, y hace falta seguir mirando de frente, con vergüenza y dolor en carne viva, a hechos que tendríamos la tentación de archivar en el pasado, o de adjudicar simplemente a gentes que en buena medida ya han salido de escena. Cuando un miembro sufre, todos sufrimos: eso forma parte de la naturaleza de la Iglesia, y por eso nadie puede mirar para otro lado. Esta gran tribulación debe enseñarnos que la Iglesia solo puede vivir de su Señor; no de la influencia, del prestigio, de la buena organización o de los éxitos conseguidos, sino de la fe, la esperanza y la caridad que sólo Él puede suscitar una y otra vez. El gran cardenal Newman decía que la historia de la Iglesia es una historia de caídas aterradoras y misteriosas recuperaciones, este momento áspero nos permite verificarlo una vez más.

Pero la historia de este tórrido verano eclesial quedaría incompleta sin el estrambote final de la petición de dimisión dirigida al Papa por el ex nuncio en EEUU, Carlo María Viganó. Precisamente cuando Francisco se disponía a clausurar el Encuentro Mundial de las Familias en Dublín, se publicaba una larga y tortuosa carta de este prelado, con mucho más ruido que nueces, una carta supuestamente movida por un deseo de purificación que nos hace recordar las proclamas angélicas de todos los protagonistas de las diversas filtraciones que amargaron el tramo final del pontificado de Benedicto XVI. No hace falta que me entretenga en examinar las numerosas sospechas que acompañan la tramoya de este caso, sus contradicciones, silencios e inexactitudes, basta un elemental sentido eclesial para entender que estamos ante una operación que no ayuda en nada al camino de la Iglesia y que solo genera niebla tóxica contra el Sucesor de Pedro. Por otra parte los papas, que Dios se apiade de su empeño, se equivocan todos en alguna ocasión (la historia es demasiado evidente desde hace veinte siglos) pero sería patético responder a eso con cualquier iluminado al grito de “dimisión”.

Termino donde empezaba. Uno de los jóvenes que estuvieron presentes en el encuentro con Francisco el pasado 12 de agosto había llegado a Roma con el peso enorme que suponían las preguntas sobre su futuro, unidas “al demonio del miedo a la infelicidad”. Después de la experiencia vivida con sus amigos y de encontrarse con el Papa, ha escrito: he intentado no ceder al “Jesús” que puede tomar forma en los pensamientos de cada uno, sino mirar al auténtico Jesús, al único, presente en nuestra compañía (un detalle entre miles: no es de este mundo el modo en que hemos cantado después de noches al raso, ni bajo ese sol), el que nos testimonian los santos mártires a los que están dedicadas las basílicas que hemos visitado, como San Lorenzo y San Sebastián, o el Papa que nos ha convocado. Es decir, el Cristo que sigue vivo en la Iglesia. Como decía Francisco, la Iglesia sin testimonio (sin vida acogida y libremente ofrecida) sería solamente humo. Pero a pesar de todo el mal de quienes la formamos, ella sigue floreciendo, como experimentó ese chaval en una tórrida noche romana.