El heroísmo de los matices

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El mundo en blanco y negro

Antonio R. Rubio Plo

Publicado el - Actualizado

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Ha caído en mis manos un pequeño ensayo del periodista de Le Monde, Jean Birbaum, titulado El coraje del matiz. Cómo negarse a ver el mundo en blanco y negro (Ed. Encuentro) y me he sentido muy identificado con él. Estoy seguro de que contiene lúcidos consejos para quienes frecuenta las redes sociales en estos tiempos de polarización, algo que afecta también a la vida pública y a la vida privada no solo en España sino en Europa y en otras latitudes.

El título del libro me recordó un debate en una emisora sobre política internacional al que fui invitado hace años. Lo de menos es lo que dijeron los asistentes, o que aportaran más estadísticas o mejores informaciones. Lo que me quedó grabado fue el comentario en privado que me hizo uno de los participantes: “Lo nuestro son solo diferencias de matiz”. Era todo un rechazo del maniqueísmo, de ese mundo de siluetas, que no de personas reales, que hemos construido en el mundo de hoy. Contra esa división artificial de “buenos” y “malos”, en la que se silencian los hechos para no “hacerle el juego” a los adversarios, que son enemigos privados de su condición de personas, hacen falta libros como éste. Nos aporta ejemplos de escritores, en su mayoría franceses, pero francamente iluminadores. Tales son los casos de Albert Camus, Georges Bernanos, George Orwell, Hannah Arendt, Raymond Aron, Germaine Tillion y Roland Barthes. Me detendré en algunos de ellos.

Este libro de Birbaum es una apasionada defensa del heroísmo de la mesura, de los matices. Una afirmación de que la paciencia puede ser mucho más valiosa que la experiencia, tal y como aseguraba Camus, que terminó siendo expulsado del partido comunista francés porque no podía callar ante el estalinismo, porque creía que el mundo es el de los amigos, no el de los militantes. El descubrimiento de los matices es una iluminación en una vida y en algunos casos, como los del escritor católico y monárquico Georges Bernanos, la existencia puede dar un giro total. Era un hombre que profesaba un nacionalismo extremo e idolatraba a Charles Maurras, fundador de Action Française, hasta el punto de solidarizarse con él cuando esta asociación fue condenada por Pío XI. Después, Bernanos se dio cuenta de que ese nacionalismo “cristiano” era artificial y que Maurras era extraño a toda vida interior sobrenatural. No condicionar la verdad a la propia ideología explica su actitud ante la guerra civil española o el régimen de Vichy, algo sorprendente en quien en su juventud había aporreado a sus adversarios por las calles del Barrio Latino. Birbaum nos explica que la actitud de Bernanos es también un intento de recuperar la pureza de la infancia: “La infancia es una gracia que hay que preservar, que se opone a la impostura o el fanatismo”.

El autor presenta en su obra a la filósofa Hannah Arendt, a quienes no entendieron los que cultivaban el tópico de que Eichmann era la encarnación del mal, cuando, según ella, era un funcionario gris y sin imaginación alguna, incapaz de ponerse en el lugar de los otros. Arendt es una mujer de la escuela de Sócrates, alguien que pretende que sus interlocutores se paren a reflexionar y, si es preciso, utiliza para ello la ironía. Según Birbaum, Hannah Arendt representa el heroísmo ordinario del pensamiento: “No puede haber pensamiento sin diálogo con los demás y, para empezar, con uno mismo”. Por eso, el recorrido intelectual de esta filósofa viene definido por la amistad, otro rasgo que la acerca a Sócrates.

George Orwell es otro caso de coherencia, de capacidad de cuestionar la propia ideología cuando los hechos se dan de bruces con ella. De ahí su lucha contra el estalinismo en obras como Rebelión en la granja y 1984, novelas incómodas para algunos miembros del laborismo británico ganador de las elecciones de 1945 y que preferían guardar silencio sobre la URSS. Esto explica que Orwell nos haya dejado una certera definición de la libertad: “Es la capacidad de decirle a la gente lo que no quiere oír”. Como en los casos de otros escritores presentados en este libro, hasta el detalle más minúsculo puede despertar una sorprendente lucidez. Llegado en 1937 a España para combatir al lado de los republicanos, Orwell tiene en el punto de mira de su fusil a un hombre que corre, pero al mismo tiempo se sujeta los pantalones para que no se le caigan, y escribe que ese fugitivo “es con toda evidencia un hombre como tú, y no sientes ningún deseo de dispararle”.

¿Qué tienen en común los hombres y mujeres de este libro? Que son escritores, y la literatura es “maestra de matices”, según el semiólogo Roland Barthes, y además, ensayistas, pues conforme a la definición de Birbaum, son “aquellos que se niegan a separar el saber de la literatura”. Por mi parte, suscribo plenamente esta defensa de los matices, y no comparto la opinión de que los matizadores no viven, no son libres o están encorsetados. Viven sí, pero no de cualquier manera, porque aspiran a una vida buena, como diría Aristóteles, y comparten con el sabio griego la defensa de las virtudes de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Virtudes necesarias para una vida en la verdad. Pero, además el triunfo de los matices es el triunfo de la conciencia. Los matizadores son legítimos herederos de Sócrates.

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