Schlichting: "Allí te dejaron, Miguel Ángel, boca abajo y con las manos atadas. Todavía respirabas"

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Qué calor, Miguel Ángel, hoy vamos a tener en Ermua casi 30 grados. También hizo calor aquel día de tu muerte, hace 25 años redondos.

La víspera, en cambio, llovió de repente, mucho, como con pena y rabia, encima de los miles que nos manifestábamos desesperados. Yo había venido para trabajar para el periódico. Me mandaron de repente cuando supieron que habían capturado a un chico y que amenazaban con matarlo en 48 horas. Hay que ver, Miguel la que se lió.

Ya sabes que tus vecinos son más bien callados y que prefieren de ordinario no tomar partido para no tener problemas, pero aquel día hay que ver cómo gritaron y lloraron. Los había de HB, y hasta algunos devolvieron el carné. Eduardo Eguía, tu jefe de la empresa de Eibar, que ya sabes que era batasuno, hizo un escrito pidiendo tu libertad y luego lo acosaron y le dijeron que se tomase unas vacaciones y saliese del País Vasco.

Desde aquí veo el polideportivo donde en un par de horas a tu hermana, que luego estará con nosotros, y el Rey, que entonces era un joven príncipe que vino a tu entierro, te van a hacer un homenaje. También veo los edificios altísimos, clavados en el estrecho cauce del río Deva, paralelos a las vías del Euskotren. La única manera que se encontró para dar casa a los 20.000 emigrantes en los años 70, que cuadruplicaron la población original de Ermua y se necesitaban para la industria. Cuántas paredes hizo tu padre como albañil y en cuántas lo ayudaste tú como peón. Mientras estudiabas Económicas. Lo que te costó encontrar trabajo de lo tuyo y lo pronto que te mataron, apenas empezabas la carrera en la consultoría.

Estamos en la parte alta de Ermua, Miguel, y hemos bajado siguiendo el río. Los castaños, los helechos, los robles están frondosísimos y, después del rocío, huelen intensamente a humedad. Como en Lasarte, en el bosque donde te bajaron del coche, te sacaron del maletero y dejaron a Amaia al volante, para escapar rápido después de los disparos. Es imposible que no te dieses cuenta de lo que te iban a hacer, porque aunque Txapote y Oker te llevaban maniatado por delante, con un ramal de cable eléctrico, tiraban y empujaban por un talud como si tuviesen prisa.

Fue el tic Miguel Ángel, lo que te dio unos segundos más de vida. Lo nervioso que eras y esa contracción del cuello y el rostro que te venía de vez en cuando y que desvió la primera bala. Lo explicaba el forense, Luis Miguel Querejeta. Txapote estaba muy acostumbrado a matar y había desarrollado la técnica. Menudo curriculum llevaba. Gregorio Ordóñez, Jose Luis Caso, José Ignacio Iruretagoyena, Manuel Zamarreño, Fernando Múgica, mi compañlero de El Mundo, José Luis López de Lacalle... Al principio dejaba mal herida a la gente, pero después se acostumbró a matarlos con un tiro en la nuca, rápidamente, con una bala que atravesaba el cráneo hasta la parte frontal. Pero te moviste Miguel Ángel, te estremeciste de golpe y la bala entró por debajo de la oreja y quedó alojada en el cráneo, por detrás, de manera que no te hubiese matado. Esos segundos son los que ganaste. No te dieron nada más. Unos instantes de negrura y desconcierto de los criminales. Un instante, a las cuatro de la tarde, cuando se cumplía el sádico plazo de 48 horas que no fue más que un truco para cobrarse la venganza porque la Guardia Civil había rescatado con vida a Jose Antonio Ortega Lara y les entró la cólera y el ansia de venganza. En esos instantes tu madre estaba mano sobre mano, rígida y quieta. Tu prima le dijo que tenía que comer algo, que llevaba muchas horas sin comer. Ella contestó que una madre no puede comer mientras están matando a su hijo. Y entonces Txapote enderezó el cañón de la Beretta del calibre 22. Acababas de caer de rodillas, pero no le importó verte desvalido, aprovechó más bien desde el fondo de su cobardía para atacar de nuevo por la espalda y, con un segundo tiro, te atravesó el cerebró. Y allí te dejaron, como dice la sentencia del juez, en posición de absoluta indefensión, boca abajo y sobre las manos atadas, donde te encontraron los dos paseantes que, tres cuartos de hora después, iban con sus perros por los alrededores de Lasarte. Todavía respirabas.