Cristina L. Schlichting: "Los que queman fotos del Rey no tienen ni puñetera idea"

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En este frío fin de semana, que amanece tiernamente invernal por primera vez y apunta ya (hay que ver como vuela el tiempo) al Adviento y la Navidad, se produce un interesante cruce de aniversarios. El de hace un año, con la declaración unilateral de independencia del hoy fugitivo de la justicia, Carles Puigdemont, y el de hace cuarenta años. Porque a veces los árboles nos impiden ver el bosque. Esta semana hace cuarenta años que las Cortes aprobaron la Constitución española y la dejaron lista para el referéndum popular del 6 de diciembre. Inmersos en las noticias que se suceden en internet parece que lo más ruidoso es lo importante, pero quizá nos equivoquemos. Puede que todo lo que hoy vayamos a hacer, ir en paz a ver a nuestros amigos, echar un vistazo a nuestras cuentas familiares en una economía desarrollada, repasar las tareas del colegio con los niños en un sistema educativo al alcance de todos, esté sólidamente fundamentado en el estado de derecho que ampara la Constitución Española.

Hoy sólo quedan tres padres constitucionales vivos y se me viene a la mente el rostro bueno de mi amigo Gabi Cisneros, que lo fue, y que me contaba las maratonianas sesiones discutiendo de educación, libertad religiosa, libertad de prensa, organización del estado. El parador de Gredos, en Ávila, fue el escenario de alguna de aquellas citas históricas que recogía la voluntad de todo un pueblo de reparar las heridas y las lecciones de la república, la guerra civil y la dictadura. Cuántas barbaridades.

Recuerdo los silencios de mis mayores sobre la guerra. “Eso era de cuando la guerra”, decía mi abuela, y no añadía nada más. Porque lo de la guerra era otra cosa, fue la locura, la muerte, el tiempo en que se quemaron iglesias y al tío lo condenaron a la pena capital y el hambre obligó a cocinar los perros y los gatos. De eso no se hablaba.

Los españoles de hace cuarenta años exactos, los de noviembre de 1978 quisieron poner punto final al odio y recoger las lecciones de la historia entre 1931 y 1978. Era mucho tiempo de extremos. El esfuerzo no fue menor porque había al menos dos Españas, y las sigue habiendo. Se trazaron puentes en todo. Se votó una monarquía que los republicanos aceptaron. Se aceptó el partido comunista, que los que lo temían aceptaron. Se apuntó en la Constitución el respeto y la colaboración con la Iglesia católica y las otras confesiones, que los librepensadores y los agnósticos aceptaron. Carrillo y la Pasionaria estaban sentados en la cámara con los viejos franquistas y me parece hoy que dieron una lección de generosidad.

Anoche han quemado los cachorros de los CDR fotos del rey, pidiendo su deposición. Los pobres no saben nada de esto. Me gustaría sentarlos y preguntarles quién fue Calvo Sotelo, qué hizo Largo Caballero, qué pasó con el contubernio de Munich o con el juicio de Burgos. No tienen ni puñetera idea. Nuestro sistema de enseñanza no recoge de manera eficaz el esfuerzo de nuestros mayores, la sangre que vertimos todos, los silencios y desprecios que nos infligimos. Porque hay que tener muy poca vergüenza o mucha incultura para querer cargarse el sistema tan arduamente construido en la transición cuando don Juan Carlos se pasó por el arco del triunfo los planes de Franco para dejar España “atada y bien atada” y dijo, sencillamente, “marchemos todos y yo el primero por la senda de la Constitución”.

Hoy se oyen voces fuertes en Cataluña, entre los independentistas, por la república. Y en el PSOE por un sistema federal. Pero a un pueblo maduro le conviene algo tan fundamental como hacer cuentas con los hechos. Y los hechos son que la paz se ha conseguido con esta Constitución y no con otra. Que la concordia entre comunistas y franquistas y católicos y librepensadores y monárquicos y republicanos la firmaron nuestros mayores con esta forma concreta de ley fundamental. Esto ha garantizado la convivencia durante cuarenta años espléndidos.

¿Que podía haber sido mejor? Seguramente. ¿Qué no estás de acuerdo con este aspecto? Yo tampoco lo estoy con este otro. Es el precio de los pactos. Naturalmente que España podía haber sido una federación de estados o una república, sólo que no lo es. También Europa podía ser un país, como Estados Unidos y no lo es, porque su historia es distinta. A cambio, y a diferencia de España, otras naciones se gastan dinero en elecciones presidenciales cada cinco años y carecen de una representación estable en el mundo. ¿Quién es el presidente de Alemania? Porque no lo es la Merkel, la Merkel es la cancillera. Nadie lo sabe, pero todos conocen a Felipe VI. Y las naciones federales hacen comicios completos en cada estado y tienen sus dificultades para gobernar, como en los Estados Unidos. Lo que hace un gran país es la lealtad con su historia. La madurez para reconocer las bondades del propio sistema y el esfuerzo realizado por los antecesores para lograrlo.

Hay algo profundamente irresponsable en los gritos de quienes quieren empezar de cero. Como si ellos fundasen la historia común, la de todos. Celebremos este 40 aniversario de la Constitución, que empieza esta semana con las votaciones del Congreso y culminará el próximo 6 de diciembre ponderando con serenidad los bienes logrados. Las libertades, la riqueza de las Españas expresada en las autonomías, la estabilidad de la Monarquía, la solidez del estado de derecho. Construyamos el futuro bueno sobre el sólido presente. Y preguntemos a nuestros mayores.

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