Schlichting: "La madre de mi amigo Prades rechazó el respirador, pensó que los jóvenes lo necesitaban más"
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¡Muy buenos días España! Fue hace un año que la vida nos superó por delante y por detrás. Una generación que no había conocido en Europa la guerra, que tenía que remontarse a 1945 en el continente, al final de la guerra mundial, y a 1939 en España, al término de la terrible guerra civil, para recordar los horrores de la muerte masiva; una generación que se preciaba de vivir ochenta años en paz estaba destinada a conocer su propia tragedia.
¿QUIÉN PODÍA PARARNOS? Y DE REPENTE, EL SILENCIO
¿Cómo imaginar que éramos falibles y pequeños? Habíamos llegado a la luna en una nave, superando los límites del planeta. Habíamos vencido a las infecciones con los antibióticos. Cruzábamos el mundo en aviones supersónicos y muchos veraneaban en el Caribe o en Asia. Habíamos logrado la fisión del átomo y fabricábamos energía en centrales nucleares. Vivíamos hasta los cien años. ¿Quién podía pararnos? Y de repente, el silencio. Las calles paradas como si una bomba atómica las hubiese vaciado, parecía que pisabas el mundo la primera vez, esa en que us padres te sacaron al sol en un cochecito.
EL MIEDO
El miedo a no tener pan o papel higiénico, que hay que ver la que liamos con el papel higiénico. Colas de gente acumulando arroz, garbanzos, macarrones en los carritos de los supermercados. Colgados del teléfono cuando aparecían los síntomas, la fiebre, los dolores corporales, colas de llamadas que no conseguían llegar a los operarios desbordados que, sin saber muy bien qué atendían, te pedían al final que te quedases en casa mientras pudieses respirar, que no cabías en los hospitales saturados.
Los médicos salían de casa vestidos de blanco y la policía y la guardia civil les daba paso y les abría las calles y se lanzaban por los pasillos del hospital a una lucha a ciegas, porque no conocían al enemigo, porque no respondía a los tratamientos, porque los pacientes se ahogaban y había que hacer la dramática elección de quién recibía y quién no un respirador para salvar la vida.
NUEVAS NORMAS
Nuevos objetos entraron en nuestra vida: baldes con lejía para los zapatos de los que venían de la compra, fumigadores para los productos que llegaban de la calle a la casa, ordenadores que hacían de ventana y conectaban a los abuelos con los nietos. Nuevas normas también: horarios para andar de una lado a otro por las aceras, multitudes con mascarilla caminando a horas fijas en calles tasadas, conciertos en las terrazas, gimnasia por internet, sesiones de panadería en casa. Los pasillos convertidos en pasarela de entrenamiento, las ventanas en solarios desesperados, los dormitorios en oficinas, los cuartos de baño en el único espacio para estar solos. Y cosas inverosímiles convertidas en tesoros: un paquete de mascarillas arañado en la farmacia, un bote de gel hidroalcohólico comprado en el chino, las dosis de vitamina D para fortalecer los pulmones, un perro ¡qué gloria los que tenían perro, que podían salir cuando querían y con una libertad que los niños no tenían!.
LA POLÍTICA SE VOLVIÓ INÚTIL
La política se volvió loca, inútil para regular el caos. Peluquerías abiertas como servicios esenciales, portavoces que decían una cosa y su contraria, prescripciones atrabiliarias para paseos de ancianos o de críos. De este año recordaremos los parques precintados, los ertes derramándose por las empresas, cerradas de golpe; la cerveza con los amigos por internet; las canas sin teñir; el chándal como uniforme; los alumnos peleándose por el único ordenador de casa, cuando lo había. Nuestra guerra mundial, la de esta generación que veía acumularse los féretros en la morgue y no podía ya despedirse de sus moribundos o dar una abrazo a un amigo en un funeral.
Mi vida, como la vuestra, se ha llenado de los nombres de los que no pudimos abrazar al final. Javier, de 56 años. Castañar, de 64. Anastasio, de 59. Gente buena que nunca pensó que un virus pudiese barrernos con tanta facilidad. Los que van saliendo de las ucis no pueden moverse, respiran despacio, te miran atónitos, desconcertados por la nueva vida justo antes de emprender un largo camino de rehabilitación, condecorados de síntomas extraños, sin olfato ni gusto, con lapsus mentales, cansancio infinito, parálisis, rigidez muscular, caída de pelo, problemas en la piel.
ESPAÑA SIN FIESTAS
¿Qué era este napalm del siglo XXI, que primero llamamos coronavirus, después SARS COV 2 y finalmente covid 19? ¿Y acaso un nombre hace más reductible a la fiera? Los hombres siempre necesitamos un nombre para acotar los fantasmas que nos aterran. La Semana Santa dejó de tener procesiones, las fallas fueron sin ninots, los sanfermines sin toros, la feria sin casetas y el rocío sin romería. España sin fiestas, sin turistas, sin toros. España que ya no parecía España sino parte de un solo paisaje universal que recubría el globo entero haciéndonos hermanos con las favelas del Brasil, los rascacielos de Nueva York, las calles de Hong Kong.
El covid ha hecho que usemos el móvil para pagar, que aprendamos informática, que dejemos de besarnos, que escrutemos a los demás, que hagamos cola frente a las tiendas y farmacias, que volvamos a comer en familia, que aprendamos el silencio y la calma, que averigüemos de nuevo que correr como hámsteres lleva exactamente al mismo lugar que deambular con calma. Extraño tiempo el que hemos recibido para descubrir aficiones en casa, juegos de mesa, bricolaje, mandalas, repostería. Extraño tiempo en que tomar un café con una amigo es una fiesta y encargar algo por amazon, una novedad esperada.
TIEMPO DE ECHAR CUENTAS
De todo esto, me quedo con la madre de mi amigo Prades, que sentada con calma en los pasillos del hospital rechazó el respirador porque estaba preparada para lo que viniese y pensó que los jóvenes lo necesitaban más. O con el viejo que se reía del tiempo en que sus hijos le regañaban por no hacer dieta o escamotear el paseo diario, como si la forma física te alfombrase el camino hacia el cielo. Me quedo con el sacerdote que, vestido como un buzo, cogió la mano de cientos de moribundos anónimos. Con al enfermera que hizo fotos y vídeos para los parientes angustiados. Con el médico que de noche escudriñaba las investigaciones en la otra punta del mundo, intentando ayudar a sus pacientes. Con el basurero que recogió los restos sin pensar dos veces que tocaba el covid en cada bolsa. Con el camionero que pasó la epidemia volando por las carreteras para traernos de comer. Con las limpiadoras que se volvían locas con la lejía y el amoníaco intentando determinar lo que mataba al virus. Con el párroco que aprendió las videoconferencias para ponernos la misa en casa o los actores que nos regalaron sus obras en el salón doméstico. Con Miguel Ángel Martín que nos regaló risas desde Gránada. Con los vecinos que hicieron la compra a los que no podían.
Y de frase, de frase me quedo con la de Francisco en la ONU: “De una crisis no se sale igual, salimos mejores o peores”. La pandemia ha puesto en solfa nuestro orden social, nos ha hecho preguntarnos por la justicia, el cambio climático, la corresponsabilidad mundial, el descarte de los más débiles, la superación de las fronteras. Es tiempo de echar cuentas. De anclar en nuestra vida lo aprendido y descartar las mezquindades. Es tiempo de empezar. Necesitamos renacer.