Del Val: "Con la voz de serrucho de Andión, me vendrán los ecos de libertad"

Luis del Val

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Ayer, cuando comenzó a correr por las redacciones la noticia de la muerte de Patxi Andion, me llegó una bocanada de nostalgia, mezclada con la solidaria tristeza, porque aquél decenio de los setenta quizás fuese el exponente más claro de ese confuso espejo titulado “Tal cómo éramos”.

Patxi Andion venía de cantar en esos tugurios de París donde siempre hay que bajar unas escaleras, y vivió allí el mayo del 68, que para alguien de izquierdas venía a ser como para un marxista haber estado en el acorazado Potemkin. Cuando llegó a España, su voz de serrucho doliente llamó la atención y, enseguida, esa afición española de las comparaciones odiosas, lo llevaron a un falso combate con Serrat, cuando eran distintos. Patxi Andion no buscaba la metáfora, ni la lírica, y Serrat estaba influido por la poesía. El uno, era un vasco nacido en Madrid y, el otro, un catalán de madre aragonesa, una circunstancia que haría abrir los ojos a un secesionista, de no ser porque los secesionistas tienen los ojos fijos en su ombligo.

Su emparejamiento con Amparo Muñoz, Miss España, decepcionó a sus fans, por ese prejuicio de que un chico de izquierdas debe tener como pareja a una mujer de pelo corto y blusa camisera de mangas largas. Duró poco, porque la popularidad abrazó tan fuerte a Amparo que la obligaron a buscar aire en sustancias peligrosas, y se desvaneció aquella limpia simpatía de dependienta de unos grandes almacenes.

Patxi siguió cantando en aquellos años en los que se sancionó que todo lo maravilloso debería suceder entre la medianoche y antes de que saliera el sol. Parece mentira, pero esa falacia perdura hasta nuestros días, lo que explica que las costumbres enaltecen cualquier cosa que no tenga sentido, como que la vida es una elección entre el sueño y las anfetaminas.

Una noche me contó que hubo un momento en que tenía tanto hambre de lectura como escasez de dinero, y se inventó trucos para robar libros. Me pareció entonces deslumbrante. Me lo parece hoy todavía más, cuando los ladrones entran en una casa, se pueden llevar hasta los grifos, pero jamás se llevarán un libro.

Esta tarde, cuando la tarde comience a ser noche, sacaré un viejo vinilo, y recordaré a Andión, esa etapa en la que traer un disco de Londres que aquí no se vendía te podía convertir por en héroe por un día, y se fumaba más que en las película americanas en blanco y negro, como si la brasa del cigarrillo fuese la llama del templo que hay que mantener siempre encendida. Y miraré el horizonte de la pared, y escucharé la canción vieja, la canción de siempre, la que se canta y se repite en la realidad, la que comienza “Cuando era la noche en mi ansiedad de sol y no había nadie que esperar”, y, desde la pared, con la voz de serrucho de Andión, me vendrán los ecos de libertad, amnistía, estatuto de autonomía, y rebotarán los recuerdos de un decenio tan muerto como Patxi, mientras se acuna la memoria de eso que está tan cerca y tan lejos, en el sosegado vaivén que lleva la cuna de la nostalgia.