Luis del Val: "Las estafas con niños de cáncer dan especial repugnancia"

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"Dan repugnancia las estafas con niños enfermos de cáncer"

Luis del Val

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Antes de que los Martín Prieto se fueran a vivir al Escorial, su piso de Madrid era una embajada oficiosa de Argentina en Madrid. Allí conocí a Alfredo Di Stéfano o a Mercedes Sosa, a quien José Luis llamaba La Negra, porque todo argentino ilustre, conocido o no, que residía o pasaba por Madrid, alguna noche se dejaba caer por casa de los Martin Prieto. Cristina, a quien su marido llamaba la doctora, porque lo era, dedicaba sus conocimientos oncológicos a los niños enfermos de cáncer. El matrimonio no tenía hijos, pero alguna vez, yendo o viniendo del cuarto de baño, por el pasillo o por algún rincón, asomaba un juguete de una bolsa.  Y es que Cristina, de su paga, extraía parte de su dinero para hacerles algún regalo a sus pequeños pacientes. Y, algunas noches, cuando se había muerto uno de ellos, la velada se ponía de plomo, porque Cristina nunca se acostumbraba a ese dolor de ver un niño que muere de cáncer. Me he acordado de aquellas veladas, al enterarme de una red de estafa en la que se detraía dinero de la caridad y subvenciones que teóricamente debían ir destinadas a paliar el sufrimiento de los niños enfermos de cáncer, y que se detraían de manera criminal para ir a parar a los bolsillos de los estafadores. Todas las estafas son repudiables, pero resultan de una especial repugnancia aquellas en la que los estafados son seres tan frágiles como los niños enfermos de cáncer. Desde la entrega humana y profesional de la doctora Cristina hasta las hediondas maniobras de estos sinvergüenzas, cabe todo el arco de lo admirable y lo abominable de la condición humana.  

José Luis Martín Prieto eligió el pasado fin de semana para morirse, estoy convencido de que para evitar un exceso de necrológicas, llenas de alabanzas, porque cuando alguien se muere el sábado, periodísticamente el lunes viene ya con otros afanes, y en periodismo dos días es mucho tiempo. José Luis Martín Prieto lo sabía muy bien, como gran periodista, y por eso somos muchos los que respetamos su voluntad y pasamos página con tanto dolor como silencio.

Pero esta mañana, cuando me he tropezado con la red de estafas que engañaban la buena voluntad de los donantes y les robaban a los niños, ha aterrizado en mi mente el rostro de Cristina intentando sonreír por la noche, y ocultando que aquella  mañana había pasado por el drama de tener que consolar el desconsuelo infinito de unos padres que han visto perderse la vida de un hijo. Esto no es una necrológica, es una maldición para quien pisotea la buena voluntad y el amor al prójimo con la avaricia  más hedionda. Y, llegados aquí, quiero enviar mi admiración a Cristina y mi recuerdo a José Luis Martín Prieto, uno de esos singulares y brillantes miembros de este oficio extravagante, que fabricaba literatura de urgencia, sin saber que era literatura, y creyendo que sólo era periodismo.

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