"Eso que se ha vivido y se ha muerto en El Hierro ocurre a diario"

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Esto que te voy a contar no es una historia, son los hechos... tal cual. Desde hace años, un grupo de chavales de una aldea de Senegal, cerca de Embur, a una hora aproximadamente al sur de Dakar. Desde hace años están hartos. Ahora rondan los 16, que equivalen mental y físicamente a nuestros 20 y tantos años de edad. Cuando han convencido a mamá, porque del padre hace años que no saben nada, recaudan los francos que pueden y se van a la costa. Duermen unos cuantos días en la playa entre cayucos, mafiosos, pescado podrido, y se embarcan apretujados en una barcaza enorme que ha pasado de pesquero, a traficar con personas. Se cuentan 80 y tantos seres humanos a bordo. Los chicos aguantan apiñados, animados, completamente ignorantes ante lo que se les viene encima. Junto al grupo van algunas chicas que no conocen y un par de niños, deben ser sus madres. Las primeras horas resultan llevaderas, ven el litoral a su derecha, navegan en paralelo a la costa. Es verdad que alguno vomita por el vaivén de las olas, golpeando de babor, pero se aguanta, y así, horas y horas. La primera noche sin pegar ojo, hasta que se acercan a no saben qué playa a repostar agua. Los más pequeños lloran en silencio. Las madres empiezan a perder hasta la vista. Y estos chicos de la aldea siguen inmóviles. A alguno se le empiezan a hinchar los tobillos por no moverse. A las pocas horas zarpan en dirección noroeste, alejándose de la costa, cae la noche. Las olas se convierten en paredes de 3 y 4 metros. Las chicas se abrazan a los pequeños y el olor del fondo del cayuco se hace insoportable, entre vomitonas, excrementos y orines. Pasan las horas. Se supone que el cayuco se acerca a Canarias, pero no ven absolutamente nada. A alguno le queda un poco de batería en el móvil, intenta llamar a emergencias de España, pero nada. Las quemaduras empiezan a escocer mucho. Si no fuera porque el miedo es mayor, aunque el dolor, el escozor sería insoportable. Los tobillos hinchados, los pies dormidos, sus partes, las ingles y el trasero, abrazados por la sal. Y el frío, absolutamente empapados deseando que al menos salga el sol a sus pies. El cuerpo humano no tiene límites. Ya no tienen agua ni plátanos. Los hay que rezan a su dios, pero la mayoría no tienen fuerzas ni para eso. A las pocas horas tras casi una semana, el 112 o cualquier ONG responde al teléfono con prefijo más 221. El prefijo más 221 es el número de la persona que está en el teléfono. Responde al teléfono con prefijo más 221, el prefijo de Senegal. Quien descuelga apenas puede articular palabra, intenta chapurrear francés, pero entre los gritos, el viento, las olas, no se le entiende nada. Al menos emergencias localiza la ubicación del móvil. Se activan los servicios de rescate. De la Restinga zarpa un barco de salvamento marítimo con 4 o 5 rescatadores, se avisa a la Guardia Civil, al servicio aéreo. El cayuco está a muy pocas millas de Canarias. El barco de salvamento marítimo llega a avistar el cayuco y viceversa. El miedo se transforma en histeria. Los chicos, desollados y apestando, se ponen en pie a gritos. Los rescatadores intentan calmar a los emigrantes, pero es imposible, y empiezan a caer al agua. Unos intentan nadar hacia el salvamar, otros ni eso. Los gritos se transforman en auxilio y en muerte. Solo ellas y los niños aguantan en sus maderos. Los 4 funcionarios, curtidos en mil batallas, ya son conscientes de la magnitud de la tragedia, porque pueden morir prácticamente todos. Tras horas y horas de lucha, contra todo, entre ellos, contra los elementos, suben vivos de milagro a 27 personas. Recuperan sobre la marcha 9 cadáveres. Y el resto, desaparecidos. ¿Te imaginas morir así? ¿Cuánto durarán esos cuerpos antes de ser devorados? ¿Aparecerá algún cadáver después de que lo escupan las corrientes? ¿Te imaginas quién tenga que recuperar esos restos humanos? Y ahora vendrá el ruido político y poco más, unos días. Ahora llega el caos en los servicios funerarios del hierro. La búsqueda de nichos vacíos, el cuidado de los supervivientes y hasta el próximo naufragio. ¿Y sabes qué? Eso que se ha vivido y se ha muerto frente al hierro ocurre a diario. Y pienso en las madres de esos chicos que se gastaron hasta el último céntimo en ese viaje que emprendieron días antes desde una aldea interior de Senegal. Ah, y mi postdata. Hace un mes entendimos esta linterna en ese puerto de la Restinga. Empezamos temporada en ese muelle, rodeados de superhéroes. Por eso quiero acordarme de los voluntarios de protección civil, de los policías, los operarios del puerto, de los funcionarios de salvamento marítimo, del servicio aéreo de rescate, Cruz Roja, Guardia Civil, personal de los cementerios de la isla, sanitarios, médicos del hospital de Valverde, como los curas Darwin y Gabriel, Macu, la doctora, Francis, el corazón naranja, Guasimara en el cementerio, Teixeira, la madre española de Omar, Joseba, el empresario, Juan Miguel Padrón, el alcalde del Pinar. No somos conscientes de lo que esta gente está viviendo, aguantando y sufriendo, salvando a seres humanos absolutamente destrozados de por vida o rescatando los restos de los cadáveres devorados por el Atlántico. Por cierto, hoy otro cayuco en Tenerife con 81 a bordo y otros dos a el Hierro con 77 y 35 inmigrantes, más los que no se pueden contar que son los que se hayan muerto ahogados en mitad de la travesía.