Ojos sin amargura

Nasir nació en Sarguda, un pueblecito del Punjab, una de las regiones más pobres de Pakistán donde se quedaron buena parte de los cristianos del país.

Ojos sin amargura

Fernando De Haro

Publicado el - Actualizado

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El Padre Nasir tiene una sonrisa acogedora, hay algo en sus gestos que destila jovialidad. No se queja a pesar de que hemos acudido a la cita con una hora de retraso. Islamabad ha amanecido con un bochorno de lluvia. Nuestro conductor se ha retrasado y nosotros nos hemos retrasado grabando los rostros de un mercado que nos ha imantado. Las caras de Islamabad, la capital de Pakistán, se parecen muchas veces a las caras de la India, con mujeres engalanadas con los colores más bonitos del mundo. Pero en otras en ocasiones se parecen a las caras de Afganistán, con el gesto severo de los pastunes, con sus gorros que parecen tartas de trapo, con sus barbas largas que quieren demostrar una gran piedad.

Nasir nació en Sarguda, un pueblecito del Punjab, una de las regiones más pobres de Pakistán donde se quedaron buena parte de los cristianos del país tras la partición de la India. No tuvo una infancia fácil: era el único bautizado del colegio, no podía beber en la misma fuente que sus compañeros musulmanes porque si lo hacía, la contaminaba. Han pasado más de treinta años pero la situación no ha cambiado. “Hay niñas que están en el colegio y que tienen que andar mucho para poder beber”, me comenta. Nasir no se arredraba con facilidad y quería ser el líder de los alumnos. El director de la escuela le explicó que solo podría lograrlo si lograba memorizar una buena cantidad de suras del Corán. El reto era especialmente complicado porque la lengua materna de Nasir no es el árabe sino el urdu. “El árabe no es difícil cuando sabes urdu, muchas veces es una cuestión de pronunciación”, añade. Nasir le pidió a su padre permiso para estudiar el Corán, memorizó las suras y pasó la prueba mejor que sus compañeros.

“El problema de la discriminación de los cristianos se sufre en las zonas rurales como las mías, donde la gente no está bien educada”, añade Nasir. Los cristianos-explica el sacerdote- suelen tener los peores trabajos y es frecuente que los contraten para hacer algo y que luego les paguen menos de lo acordado. Las condiciones de laborales muchas veces son prácticamente de semi-esclavitud. No es extraño que los patronos llamen a sus empleados cristianos a trabajar en el campo a medianoche. Si prosperan acaban acusándolos de blasfemia a la policía.

El sustrato de la mentalidad de las castas ha permanecido, utilizado ahora por la cultura musulmana. “Mis bisabuelos quizás fueran hindúes y todos los que vivimos en esa zona tenemos un fondo de cultura brahamánica”, asegura Nasir. Muchos musulmanes tratan a los cristianos como si fueran parias, dalits, pertenecientes a las castas más bajas del hinduismo, gente impura de la que hay que apartarse. Si la comida ha sido preparada por un cristiano o en la olla utilizada por un cristiano, los musulmanes la rechazan. “El problema más serio con el que nos enfrentamos-continua Nasir- es que los mulás, los líderes musulmanes de nuestros pueblos son gente que no está formada, no conocen el islam, solo algunos aspectos muy superficiales y, generalmente, utilizados de forma ideológica”. De hecho, la islamización radical del país, iniciada por Bhutto, e impulsada por el general Zia en los años 80, tuvo como centro las madrasas, las escuelas coránicas con una gran penetración rural, en las que se enseñaba y se enseña islamismo más que islam. En los años 80 ese islam radical fue alimentado por Estados Unidos para combatir a la Unión Soviética. Se hablaba entonces de la alianza de “los creyentes de Occidente y de Oriente” para luchar contra los ateos que venían de Moscú. Acabada la guerra de los 80, muchos de los que habían combatido en Afganistán en nombre del islam

encontraron refugio en Pakistán. Y el pueblo de Nasir no fue inmune a las malas influencias.

Nasir sonríe mientras nos tomamos un té con leche, especiado como el de la India. A los pakistaníes le gusta la conversación lenta, olvidarse de los horarios. “Los fieles de mi parroquia sufren en silencio esta situación. No quieren hablar, solo en privado acaban contándote las fatigas por las que pasan”, confiesa el párroco. “Nuestra fe, en esta circunstancia es más firme”, lo dice el niño que ha crecido. El niño que no podía beber en la misma fuente que sus compañeros, que tuvo que aprender, forzado, las suras del Corán, y al que no le ha quedado ni una sombra de resentimiento en sus ojos. El niño al que los ojos le siguen sonriendo.

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