Si esta convicción cae…
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Nada más conocerse la aceptación a trámite por el Congreso de la iniciativa para la regularización extraordinaria de personas extranjeras, el presidente de la CEE, Luis Argüello, enviaba este mensaje: “el derecho a la vida es el pilar fundamental de todos los demás derechos, especialmente el de la vida de los más vulnerables; qué bueno será que quienes hemos defendido la dignidad de los migrantes promoviendo una ILP estemos ahora en contra de definir el aborto como derecho”. Se refería a la votación que tiene lugar esta mañana en el Parlamento Europeo para incluir al aborto en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión.
El mensaje de monseñor Argüello subraya la unidad de fondo de la propuesta de la Iglesia que ha venido a recordar esta semana, de forma contundente, la declaración vaticana “Dignitas infinita”: la dignidad de la persona es absoluta y merece ser defendida en todas las circunstancias y en todas sus dimensiones. La votación de hoy en Estrasburgo refleja la crisis dramática de la cultura europea que, en buena parte, ha perdido las claves de comprensión de esa dignidad que la Iglesia defiende casi (insisto en el casi) como una voz en el desierto. Un intelectual francés ha señalado con algo de ironía que la Iglesia es hoy la única “hereje” respecto del dogma de la autodeterminación absoluta que encuentra en el aborto su expresión más trágica.
A pesar de la ceguera de esta época, y sin juzgar las intenciones de nadie, la Iglesia siente la responsabilidad de afirmar con total fuerza y claridad que todo ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. “Si esta convicción cae, afirma la reciente declaración aprobada por el Papa, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno”. Es preciso seguir alzando la voz para proclamar esta verdad (incluso cuando no es entendida por muchos), pero no como un grito contra nadie, sino como expresión de una forma de vida, de una cultura, como decía San Juan Pablo II, que en el fondo todos desean.