La fórmula de lo humano
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En una reciente entrevista en ABC, el arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, apuntaba que “la modernidad puso al hombre en el centro, y para ello apartó a Dios, y ahora resulta que el hombre en el centro tiene que pelearse con los bichos, las plantas y las máquinas que le desafían en ese lugar central”. Y añadía que la afirmación de la fe en Dios que la Iglesia proclama es hoy “una aportación imprescindible para seguir diciendo que el hombre, varón y mujer, está en el centro de lo creado y de la historia”.
La pregunta sobre qué es el hombre es hoy tan urgente como siempre, acaso más. Y el mundo necesita la palabra y la experiencia de la Iglesia para entrar en esa gran cuestión, diríamos, la única gran cuestión. No se puede responder a la pregunta sobre el hombre desmontando sus piezas en un laboratorio y haciéndole una autopsia, como en tantas series de moda. Decía el poeta Charles Peguy que “una vida de hombre, una vida vivida como hombre, no basta para explicar lo que es el hombre”. El hombre es misterio. Es razón y libertad, es apertura al Infinito. La fórmula del hombre es su libre relación con el Infinito, y por eso no cabe en ningún esquema en que le pretendamos encuadrar.
La vida del hombre consiste en responder a una llamada que nos llega a través de las circunstancias y que acogemos gracias a que no somos sólo un paquete de células bien trabadas, tenemos un centro vital que la Biblia llama “corazón”: un conjunto de evidencias y exigencias que constituyen nuestra estructura más profunda, con la cual afrontamos todo. La vida no consiste en tener éxito, no consiste en ganar el mundo entero, sino en “encontrar un Amor”. Evidentemente, no un amor cualquiera, sino uno que nos afirme desde la raíz, que nos sostenga en la esperanza, que nos cure las heridas; uno que nos permita esa misteriosa productividad de la que habla el Evangelio, “el ciento por uno” y que, además, gane para nosotros la eternidad, la plenitud, la vida verdadera.