José Luis Restán

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Son importantes las declaraciones que ha realizado el obispo de Passau, el salesiano Stefan Oster, que acaba de cumplir diez años como pastor de esa diócesis alemana enclavada en Baviera. En esta década ha sido realmente un obispo con “olor a oveja”, como le gusta decir al Papa Francisco: se ha volcado con los jóvenes, ha recorrido incansablemente su territorio, y ha anunciado con valentía a Cristo como el único que nos permite alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. Tampoco ha eludido los debates espinosos sobre cuestiones de fondo y eso le ha llevado a ser muy crítico con la forma en que se ha desarrollado el llamado Camino Sinodal alemán. No podemos ni imaginar lo que eso supone en cuanto a presión, caricaturas e incluso ataques directos. Pero Oster ni se ha replegado, ni ha cedido, ni se ha convertido en un ogro que devuelve golpe por golpe. Con su entusiasmo casi juvenil, aunque ya tiene 58 años, ha proseguido mostrando que la cuestión central de la Iglesia es vivir y comunicar la fe.

Acaba de decir que la Iglesia necesita salir de un estado de “autoacusación” permanente (muy evidente en Alemania) para mostrar “que nuestra fe es hermosa, profunda y grande, y ayuda a la gente a vivir, no tenemos que escondernos de esto, especialmente porque nosotros no construimos la fe, sino que nos la han transmitido”. Y aboga por una bien entendida “confianza en nosotros mismos”, en el sentido de que “nuestra fe es maravillosa y, con Cristo, tiene un atractivo único e increíble, si es cierto que Él está vivo y entre nosotros, entonces debemos y podemos proclamarlo una y otra vez”.

Escucharlo es como sentir un viento fresco que despeja los nubarrones y permite que brille el sol. Stefan Oster sabe lo que es aguantar estereotipos malvados, en la prensa y en tantos estratos eclesiásticos de su país. Pero, por lo que yo veo, todo eso no le hace perder la brújula. Más allá de su nombre, la noticia es que en Alemania existe una Iglesia viva.