José Luis Restán

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Un fiscal de la República Democrática del Congo ha decidido iniciar una investigación por sedición al cardenal Fridolin Ambongo, arzobispo de Kinshasa. Hay pocas dudas de que se trata de un esfuerzo, seguramente inútil, de amordazar al cardenal. “Sabemos muy bien que nuestro país está en agonía”, proclamó Ambongo el pasado 30 de marzo. Esta agonía tiene que ver con la extrema violencia que azota a las regiones orientales, un verdadero laberinto en el que se entrelazan intereses comerciales, odios étnicos, rapiña y corrupción sistémica. La RDC es un gigante con pies de barro y el gobierno de Kinshasa parece incapaz de establecer un mínimo de seguridad. Desde la época del dictador Mobutu, la Iglesia Católica se ha convertido en la única realidad viva capaz de dar consistencia y vertebración a la sociedad congoleña, y eso la asoma a un protagonismo político que sólo se explica en un contexto de grave crisis.

Lo cierto es que el cardenal Ambongo es un franciscano con lengua de fuego cuando se trata de denunciar a los poderes que torturan a su pueblo, desde los grupos guerrilleros hasta las empresas mineras, sin olvidar al propio gobierno congoleño que empieza a sentirlo como una espina clavada en su costado. La acusación de sedición (traición a la patria) podría causar carcajadas, si no fuese porque estamos en un país donde el Estado de Derecho hace aguas y donde la violencia campa por sus respetos.

La Iglesia en la RDC tiene una dimensión popular formidable, como pudimos ver durante la visita del papa Francisco a Kinshasa en 2023, y ha cerrado filas en torno al cardenal. Pero eso no significa tomar a broma las amenazas que se ciernen sobre él y sobre una Iglesia que ya sabe lo que es padecer el martirio en su reciente y atribulada historia. Pero está claro que para Fridolin Ambongo, la mansedumbre del cordero no está reñida con el rugido del león, cuando están en juego la vida y la dignidad de sus hermanos.