El mal profundo del terrorismo no se ha curado
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Una de las personalidades que han recordado estos días las horas de angustia previas al asesinato de Miguel Ángel Blanco ha sido el cardenal Ricardo Blázquez, que era entonces obispo de Bilbao. Fueron horas marcadas por el clamor rotundo de “¡Basta ya!” llenando las calles, pero fueron también horas de plegaria, de templos abiertos por la noche para una vigilia sin descanso, implorando el milagro de que se abriese una grieta de humanidad en la fría y perversa lógica de los terroristas. Esa grieta no se abrió y, sin embargo, aquella plegaria compartida por muchos hizo mejor a nuestra sociedad. Don Ricardo ha recordado el clamor transversal contra la injusticia horrenda que significaba el secuestro y asesinato de Miguel Ángel, un clamor que, por un instante, convirtió a una sociedad fracturada por el miedo y la ideología en un pueblo consciente de estar luchando por su propia vida, por su libertad, por su futuro. Durante aquellas horas se luchaba y se rezaba por la vida de Miguel Ángel, pero también por la de todos nosotros, y por eso aquel julio de 1997 resulta imposible de borrar de la memoria para quienes lo vivimos.
Por desgracia, aquel ímpetu de justicia y de verdad, que no de venganza, no se ha mantenido en el tiempo. Una parte muy importante de la sociedad vasca, y de la sociedad española, ha comprado una cierta tranquilidad al precio del emborronamiento, cuando no del olvido. ETA ha dejado de matar, es verdad, pero como decía un gran intelectual católico como Joseba Arregui, la sociedad no ha hecho cuentas con el mal profundo que supuso el terrorismo de ETA. Y cuando una enfermedad no se cura, existe el riesgo real de que pueda rebrotar, aunque sea con otra forma. Lo que hemos visto en Pamplona el día de San Fermín es una advertencia muy clara.