El más allá y el presente

José Luis Restán

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Hablando del nexo entre la esperanza y la fe, escuché hace poco a un misionero describir la impresión que le produjo contemplar una talla de San Ignacio de Loyola, atribuida al gran escultor sevillano Juan Martínez Montañés.

La mirada de Ignacio se dirige hacia un horizonte lejano, más allá de todo, pero al mismo tiempo tiene la expresión decidida de un aventurero, no la de un soñador que se evade de la realidad. Es la imagen de un cristiano que mira hacia un horizonte infinito, con una mirada encendida por el deseo del más allá y, al mismo tiempo, llena de atención a los aspectos concretos de la realidad que debe afrontar cada día. Esa mirada no le lleva fuera de la realidad, sino que expresa la energía y la voluntad de implicarse en todo para alcanzar “ese más allá”, como sucedió ciertamente en la vida de San Ignacio de Loyola.

Ese misionero añadía que solo es posible mantener esa mirada, cierta respecto del futuro y, al tiempo, atenta a los retos del presente, si uno ha recibido la gracia de reconocer a Cristo presente. El corazón de Ignacio siempre estuvo lleno de la espera de grandes cosas, pero sólo dejó de dar tumbos cuando conoció a Cristo y comprendió que la respuesta a esa espera ya estaba presente y le llamaba.

También para nosotros sucede hoy del mismo modo: para esperar verdaderamente (no con ese genérico “esperemos”, que solo esconde nuestra incertidumbre) hace falta haber recibido una gran gracia, como decía genialmente el poeta Charles Peguy, la gracia de la fe que nos permite reconocer a Cristo presente en la vida de su Iglesia. Por otra parte, la esperanza cristiana, como recordaba el Papa en la bula de convocatoria del año jubilar 2025, es como “un ancla fijada en el más allá”: no elimina las tempestades de la vida, sino que establece un punto firme que no cede, y así nos permite afrontarlas con inteligencia y decisión.