José Luis Restán

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Ayer fue presentada la constitución apostólica “Praedicate Evangelium” sobre la Curia Romana y su servicio a la Iglesia y al mundo. Como tantas veces ha reiterado el Papa, esta reforma no es un fin en sí mismo, sino que busca favorecer el testimonio de la fe cristiana en un mundo de cambios acelerados, en el que el cristianismo no es ya el punto de referencia común para la cultura de muchos países. Es la quinta reforma de la Curia Romana en la historia, la última la había realizado san Juan Pablo II en 1988, y podemos estar seguros de que habrá más en el futuro, porque las estructuras necesitan ser afinadas para que sirvan a la finalidad de siempre: la conversión y la misión.

Es un error decir que esta constitución no es importante, pero es absurdo hablar de revolución o de giro copernicano. Nada de eso. En la nueva estructura se visualiza la primacía de la evangelización, pero sin falsas competencias con el cuidado de la doctrina. La Iglesia custodia y aclara la fe para comunicarla al mundo. Lo uno sin lo otro no tiene sentido. También destaca la creación del Dicasterio para el Servicio de la Caridad, llamado también “Limosnería Apostólica”, una expresión de la misericordia que los romanos pontífices han querido ejercer directamente con los más pobres desde los primeros siglos.

Otro elemento significativo es el desarrollo de la orientación del concilio sobre el papel de los laicos. El Papa, los obispos y los demás ministros ordenados no son los únicos evangelizadores en la Iglesia. Todo cristiano, en virtud del Bautismo, es un discípulo misionero, y de ahí deriva la posibilidad de que los laicos puedan participar en las funciones de gobierno y responsabilidad dentro de la Curia Romana. El camino de la Iglesia es siempre renovación en la continuidad: es necesario cambiar, precisamente para mantener la fidelidad al origen.