José Luis Restán

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Hay una tremenda escena en Diálogo de Carmelitas, la genial obra de Georges Bernanos, en la que la priora del convento, agonizante, disparata sobre lo que ha sido su propia vida de entrega y oración. Hasta el último momento, como decía un viejo misionero, cualquiera de nosotros puede cometer una tontería, por eso Teresa de Jesús pedía con insistencia la gracia de morir “hija de la Iglesia”. Digo todo esto al hilo del tristísimo espectáculo en que se ha convertido estos días la “rebeldía” de las clarisas de Belorado, convertida en carne de “talk show” como era previsible. No entro aquí en los problemas inmobiliarios, ni en las heridas personales de una abadesa, ni en las cuitas entre unos responsables y otros… esas son cosas que siempre existirán y que necesitan encontrar su curación dentro del camino de la Iglesia.

Uno puede equivocarse de muchas maneras, cualquiera que sea su vocación y su tarea. Y no es el fin del mundo. El verdadero drama, o la tragedia, acontece cuando se desdibuja el vínculo con el cuerpo total de la Iglesia. Y es una realidad perfectamente verificable a lo largo de la historia que quien se desgaja de ese cuerpo se pierde. Es inevitable pensar en unas mujeres que han dedicado una vida entera a servir a Dios y a la Iglesia en el silencio y en la oración, en las jóvenes y en las ya muy ancianas… y sentir una mezcla de agradecimiento, tristeza y piedad. También es inevitable sentir rabia hacia quienes las han manipulado y engañado. En fin, la vida de la Iglesia siempre está azotada por toda clase de vientos, y si la barca no se ha hundido después de tantas tempestades es porque su Señor la conduce.

Nos queda dar gracias por los hombres y mujeres que, en su vida monástica, con su oración y su testimonio, sostienen como columnas el edificio de la Iglesia. Y recordar que fuera de la carne concreta de la Iglesia presidida por Pedro y los apóstoles, hasta lo sublime se degrada y se pervierte. Pero la puerta de la casa siempre permanece abierta para que podamos volver.