José Luis Restán

Publicado el - Actualizado

2 min lectura

Hace unos días Italia entera quedó conmocionada ante la noticia del suicido del general Claudio Graziano, un militar de enorme prestigio que alcanzó las más altas cotas en su profesión y que gozaba del aprecio de personas e instituciones. Tenía 70 años y el año pasado había fallecido Marisa, su esposa, tras una dura lucha contra el cáncer. Junto al cuerpo del general se encontraba una nota en la que dejó su último mensaje: “después de la muerte de Marisa he perdido el camino”. Es una confesión que me llena de silencio y de compasión. Naturalmente, no conocemos el misterio del alma del general Graziano, y lo último que se me pasa por la cabeza es juzgarle.

Como dijo en su funeral el Ordinario Militar de Italia, monseñor Santo Marcianó, “Claudio habrá experimentado, en este último tiempo, un grito inconsolable, pero el grito de Jesús se funde con el suyo y, estamos seguros, se convierte también para él en Vida que libera del sepulcro”. Es verdad, de este gran misterio sabemos una cosa: que ya estuvo presente en la lucha de Jesús en el Huerto de los Olivos, y que Jesús no habrá dejado de tenderle la mano en la oscuridad de la muerte.

Este hombre que había ejercido la autoridad, que se ha codeado con los grandes de este mundo, que ha sido brillante y reconocido, perdió el camino en un recodo misterioso de la vida. Todos podemos extraviarnos en un momento, fruto de un dolor insoportable, de la soledad o del fracaso. He pensado que para mí la Iglesia es justamente la compañía que tantas veces me ha permitido recuperar el camino, la luz que me ha guiado en medio de la oscuridad de muchos extravíos. Dar el último adiós al general Graziano, dijo monseñor Marcianò, “nos compromete a vivir la vida en plenitud: en el valor del calor familiar; en la fraternidad de las relaciones humanas; en la fidelidad al trabajo que es vocación, en la búsqueda incansable de Dios, el único que puede acoger y saciar la sed humana de justicia, de amor y de paz".