No seas incrédulo, sino creyente

José Luis Restán

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El segundo domingo de Pascua nos pone delante el escepticismo de Tomás frente al anuncio de la Resurrección. En realidad, las dudas de Tomás proceden de su desesperación: él había confiado en Jesús, pero le había visto desangrarse en la cruz. Intentemos imaginar la magnitud de su decepción, de su rabia. Todos somos un poco como Tomás, estamos representados en él. Ante el anuncio de la Iglesia, estos días de Pascua, podemos razonar así: “las guerras resurgen, los inocentes son aplastados, las amistades son traicionadas, los que se han prometido amor eterno se dividen, los que amamos sufren y mueren… ¿Y aún proclamáis que Jesús ha vencido a la muerte, que el reino de los Cielos está en medio de nosotros?”

Sin embargo, la respuesta de Jesús a Tomás (a todos nosotros) no es una corrección severa, sino una dulce expresión de amistad: “yo participo de tus sufrimientos, llevo en mi cuerpo unas heridas que también son tuyas… dame tu mano, métela en mi costado… y no seas incrédulo, sino creyente”. Y aquí llega la cuestión más importante: ¿tenía Tomás motivos razonables para ser creyente, en lugar de incrédulo?, ¿los tenemos nosotros, veintiún siglos después?

Tomás había visto muchas cosas, no le faltaban hechos imponentes a los que acogerse: las palabras del Maestro (éste sí que habla con autoridad), los milagros y, sobre todo, la relación diaria con Él, que había cambiado su vida. ¿No es esa nuestra misma historia? Cuando sus compañeros le cuentan a Tomás que han visto al Señor, la decepción y la rabia pueden en él más que la memoria y el deseo. Eso es lo único que, suavemente, le reprocha el Resucitado: “tienes la experiencia que has vivido conmigo, y el testimonio veraz de los apóstoles: amigo, no seas incrédulo, sino creyente”.