José Luis Restán

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Juan Pablo I, el Papa que apenas duró el tiempo de una sonrisa, fue proclamado ayer beato. Francisco se refirió a aquella sonrisa del Papa Luciani, nada impostada, que lograba transmitir la bondad del Señor, y que era la imagen de una Iglesia con el rostro alegre, que no está enfadada ni alberga resentimientos, que no se presenta de modo áspero ni está marcada por la nostalgia de un pasado supuestamente glorioso.

Ha habido muchas fantasías absurdas sobre la muerte del nuevo beato, sucedida a los 33 días de ser elegido papa, y también sobre lo que habría sido su pontificado, que algunos imaginan revolucionario, todo lo contrario de la trayectoria de Albino Luciani. Lo que no es fantasía es su sencillez de corazón, su inteligencia humilde, su conformidad con su propia condición de debilidad, que se expresa bien en esta oración: “Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas”.

La suya era más la sonrisa del alma que la de los labios. De hecho, su vida no fue un camino de rosas, sabemos bien los sufrimientos y pruebas que padeció, pero estos no dejaron en él sombra de resentimiento. Sabemos también que le afligía la posibilidad de ser llamado a una tarea que pudiese quebrar sus fuerzas y, sin embargo, se entregó a ella con sencilla obediencia. En él no había contradicción entre la certeza de la fe y la compasión por las debilidades humanas, entre la firmeza doctrinal y el compromiso social, entre la preocupación por los desafíos tremendos que la Iglesia debía afrontar y la esperanza segura en que el Señor no la abandona nunca.

Necesitamos ese rostro alegre del beato Luciani que no procede de cálculos ni temperamentos, sino de la conciencia de tenerlo ya todo, de saber que estamos en las manos de Dios, “cuyo amor por nosotros nunca decae”.